jueves, 4 de diciembre de 2008

Con los ojos abiertos e inmóviles


Ana María Velázquez
Del libro Con los ojos abiertos, editado por el Fondo Editorial del Ipasme (2008)Tenía una casa en medio de la tierra infinita en donde los vientos se devolvían para llevarle voces arcaicas, quejidos antiguos, alegorías de los ancestros, envueltas en polvo y humo.Por las tardes podía ver el sol como oro derramado en el horizonte, infinitamente lejano, de su tierra plana, mientras el polvo caía de los techos de paja. Entonces todo se convertía en tierra y luz, en polvo circulando en espirales por todas partes para terminar apilado sobre los fogones.Pero un día llovió mucho, las aguas no cesaron de caer por una semana.
Llovió hasta rebasar los ríos y las lagunas y todo se inundó. Fue una vaguada terrible. Hubo entonces que dejar atrás la casa, los muebles, los recuerdos y huir para salvarse.Después se acostumbró a vivir en la ciudad, en una casita entre dos grandes edificios que bloqueaban el cielo, el sol, el viento. Se acostumbró tanto que no tuvo ya más memoria para la tierra plana. En la nueva casa no había más que un patio oscuro en donde colgar la ropa que permanecía, invariablemente, siempre húmeda. En él compartían terreno un perro esquelético, un gato enfermo de los ojos, siempre lagañoso, y los restos de las aguas contaminadas de una cloaca abierta que, cuando llovía, manaba inmundicia.Las deudas, la falta de recursos y la pobreza que rondaban siempre a la familia se fueron llevando a pedazos lo que quedaba de la otra casa, la de la tierra infinita. Primero fueron vendiendo los pocos muebles que había dejado el aluvión, después los animales y luego parcelas enteras de tierra cultivable.
Después la desidia se llevó los espantos y el olvido se llevó las voces y los gemidos de los ancestros. Con tristeza comprendió, aún siendo un muchacho, que todo el pasado se perdía viviendo en aquella ciudad de sombríos laberintos. Perdieron todo, hasta la ilusión de regresar algún día a la casa de la tierra plana. Entonces él fue de trabajo en trabajo, de oficio en oficio, de pena en pena, de falta en falta, hasta que un buen día llegó la noticia: a la casa de la tierra infinita se la había llevado un nuevo aluvión. Entonces sintió la necesidad de volver a ella, o, al menos, a lo que quedara de ella. Hizo nudos de estómago para reunir el pasaje y llegar a tiempo de recoger los escombros, las tejas, las cañas desprendidas de los techos, los ladrillos rodados de su sitio, cualquier cosa que pudiera llevarse para, al menos, no quedarse con las manos tan vacías.Tomó el autobús de la noche para llegar en la mañana, con luz. Hizo un viaje largo y expectante, quería ver de nuevo la casa en la que la familia había vivido, la tierra que, con sus manos, sus abuelos y sus padres habían cultivado, pero cuando llegó no encontró más que barro revuelto y un olor a tierra mojada en demasía que inundó sus fosas nasales y le hizo recordar aquel día de su partida, años atrás, cuando el agua no cesaba de caer y tuvieron que salir corriendo apenas con lo que llevaban puesto. De pronto le pareció estar de nuevo en el momento justo en que había partido hacía años, le pareció que el tiempo había dado un giro de 360 grados juntando el pasado con el presente en el mismo momento de su regreso. Además la niebla de la tarde le envolvió y tuvo la extraña sensación de que no estaba solo, de que sus antepasados estaban allí con él, silenciosos, expectantes, en aquella llanura infinita en donde podían hacer resonar sus voces sin que nadie los oyera.
Invocó a los antepasados para hacerles la ofrenda de una corta oración que había oído en su casa, pero éstos no respondieron. Fabricó entonces unas rústicas figuras de barro como se imaginó sería la forma de aquellos antepasados tan esquivos y, a pesar de que le salieron muy toscas y muy deformes, las acarició con ternura. Después las puso en fila, una al lado de la otra, y oró delante de ellas hasta que cayó la noche y se durmió allí, al descampado, entre sus figuras de barro, el cielo y la oscuridad que ya descendía sobre él.Al día siguiente el oro derramado del amanecer le indicó que era el momento del regreso y así lo hizo, pero esta vez se llevó las figuras de barro que había hecho metidas en un saco de yute. Se fue sin volver la vista atrás, sin siquiera despedirse del antiguo sitio, sin llorar la pérdida porque creyó, en ese momento, haber recuperado su historia y sus ancestros.Armado con sus figuras llegó de nuevo a la ciudad y, ya en la casa, las sacó y se las enseñó a todos diciendo que así, tal como las veían, él las había encontrado flotando en el pantanal. La familia se maravilló al verlas y pensaron que un milagro había ocurrido porque, toscas como eran, era verdad que se parecían mucho a los antepasados. Atribuyeron el milagro a la negativa de éstos a quedarse abandonados en aquella vastedad de viento y tierra.
Luego hicieron un altar para ellos y él se alegró de haber hecho lo que hizo.Todos se fueron a dormir menos las figuras de los ancestros que permanecían delante de la luz de un cirio encendido, con los ojos abiertos e inmóviles.Él soñaba que lo llamaban por su nombre y dormido contestaba que ya iba, que ya iba. Despertó sobresaltado a medianoche y escuchó, extrañado, la voz del viento, que él sabía no podía pasar a través de los edificios, llamándolo en susurros desde la habitación en donde estaban los ancestros.Se levantó sorprendido y fue hacia allá guiado por la luz del cirio que abría un camino dorado en la oscuridad. Cuando llegó frente a los ancestros descubrió que estaban despiertos y que se movían: habían vuelto a la vida y le reprochaban el haberlos traído a este hueco de sombras, muy lejano a la tierra infinita a la que pertenecían.
Su sorpresa fue grande, unida al tremendo susto de ver a las figuras gesticular airadamente y reclamar a viva voz su atrevimiento. Incapaz de articular palabra, salió al callejón, corrió y se metió en un portal abandonado y allí se quedó tratando de acallar los latidos de su corazón.Pasó entonces que las figuras de los ancestros lo habían seguido hasta allí y ahora lo alcanzaban. Atemorizado les juró llevarlos de vuelta al lugar donde pertenecían y fundirlos con los restos de la antigua casa. Así que los puso de nuevo en el saco de yute y se marchó esa misma noche, con ellos a sus espaldas. Cuando llegó de nuevo a las ruinas de su casa se arrodilló y sacó las figuras y, una a una, las fue desmoronando y amasando a la tierra, ahora húmeda, porque había comenzado a llover de nuevo.
Pronto todo se volvió barro y él seguía allí en su trabajo bajo la lluvia, afanado en su destrucción, cuidando de que cada ancestro volviera a su lugar, amasando tierra a tierra, polvo a polvo, hasta perder el último rastro de forma. Entonces, arrodillado en la pasta movediza que era ahora aquel suelo, comenzó a llorar porque cada ancestro que devolvía a la tierra le decía, antes de irse, que allí se quedaría para siempre. Un sentimiento de impotencia le invadió ante la severidad con que lo trataban, se sintió pobre, incapaz de transformar sus circunstancias, desasistido de todos los poderes, demasiado joven como para saber qué hacer, demasiado viejo como para volver a comenzar una nueva vida, hambriento y solitario, como si él fuera el único ser humano que quedara en aquella vastedad de tierra desolada, donde todo lo que había existido se había perdido y en donde, a pesar de ello, los ancestros querían permanecer. Pensó que al perder también a sus ancestros lo habría perdido todo, entonces lloró toda su amargura. Gimiendo, se tendió boca abajo sobre el barro, recibiendo en pleno la lluvia sobre sus espaldas, cubriéndose apenas la cara con las manos para ahogar el quejido, ahora hasta sus muertos lo habían abandonado.De pronto, en medio del temporal, aparecieron tres mujeres vestidas de negro: una vieja, una madre y una joven. Al principio no las veía con claridad por las lágrimas y se le antojaron fantasmas y se asustó, pero ellas lo sacaron pronto de su equívoco: eran vecinas y habían venido al oír su lamento pensando que podía ser una bestia atrapada en el barro. Viéndolo tan triste y tan desasistido le alimentaron con los restos de un casabe mohoso que la madre llevaba en su bolsillo y le dieron de beber agua de la tormenta, que tomaba con agilidad la joven entre sus manos.Finalmente, la vieja lo condujo a un armario abierto que quedó sobre el barro, el último de los muebles de la casa que no se había llevado ni las deudas ni el aluvión, y lo acostó adentro, entrecerrando las puertas, asegurándose de dejarlas un poco abiertas para que los primeros rayos de luz de la mañana borrasen el último resto de sus lágrimas. Entonces la vieja le dijo que, cuando se sintiera mejor debía partir, que ése ya no era sitio para él ni para nadie, una vez que los ancestros se han marchado sólo quedan las sombras y no era bueno vivir entre las sombras. Mientras tanto había dejado de llover y el oro derramado ya volvía a aparecer entre las nubes que quedaban rezagadas.
A lo lejos las tres mujeres caminaban y él las contempló con agradecimiento. Pasó allí el día reflexionando y dejando que el olor a tierra le invadiera. Esa noche, milagrosamente, no llovió y de entre las ramas de la palma sola le llegó un rumor que lo despertó, algo como unas risas de gentes que no se dejaba ver. Eran los antepasados que celebraban su regreso.Y entonces se arrodilló sobre la tierra aún húmeda, pero que iba secándose en la tibieza de una noche nueva y extraña, y se despidió de ellos, les dijo que se iba, que continuaría su marcha, no hacia la casa de la ciudad sino hacia otro lugar en donde no doliera tanto lo que se dejaba atrás.Y humildemente les pidió que está vez no lo dejaran solo.

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