jueves, 4 de diciembre de 2008

COMO BRASA HUNDIDA EN EL ESPEJO


Héctor Malavé Mata

Por las cumbres partidas en guijarros, quemando la costra de la tierra, el sol escalaba montones de hojarasca, con reguero de chispas y ruido de chafarotes sobre vástagos secos, como en tropel de incendio o en remedo de fragua del infierno. Al rato, ya disminuidos los destellos, por las brechas bajaban bullarangas de cascos y pezuñas que recrujían en la pendiente de la solanera. Más abajo, al pie de los breñales, cesaban los relinchos cortados por los ramalazos del viento.Allá mismo comenzaba el camino. Aquel camino trajinado por la ventolera que zumbaba entre las ramas y se perdía a lo lejos, detrás del horizonte coronado por unas pocas cruces en la loma de Tupasanta.

Cañada que se alargaba bajo las mangas de polvareda, en dirección de los bramidos lanzados con tarascadas de hambre, allá donde los gavilanes reviraban su vuelo cuando miraban las tierras flacas. Era un sendero yermo, como abierto a golpe de guadaña para que los sueños inventaran allí su propia sepultura, o para que mi madre Lía Urpina imaginara allí su tumba, y mi padre, mentado Bugo Niebla, cayera para siempre en nicho de barañas, más distante todavía, como expulsando al fin sus pecados mortales.Ahora, a tanto tiempo de esa desventura, mi recuerdo se vuelve hacia aquellos lugares, y comienza su andanza, como en lucha por encontrar lo que se ha ido, viendo a cada instante los ojos de mi taita hundidos en lo más profundo del espejo.Esa vez yo caminaba entre los peñascales con poca esperanza de encontrar a Bugo. Sólo hallaba animales muertos, barrancos llenos de calcanapires con ramas desprendidas, y tierras con grandes hondonadas por donde corrían los graznidos en la soflama, y el viento, arisco en la distancia, levantando madejas de polvo hacia las nubes. La sed me abrasaba por dentro como soga de lumbre, porque allá jamás se conoce la piedad de las lluvias, ni el charco a flor de abrevadero, ni el agua de los párpados en llanto, sino apenas el espumajo de animales realengos que aúllan como atados a los pedregales por los bríos de la tremolina. Aunque me acuerdo del desamparo en los azares de mi búsqueda.Mientras tanto mi madre seguía dormida más abajo de las tolvaneras que corren por la cuesta de cardones y chamizos, y mi padre terminaba en un matorral de aquellas trochas que vienen desandando en mi memoria. Si lograra ahuyentar mis recuerdos, si pudiera rellenar mi olvido. Si mis recuerdos fueran como los hambrientos gavilanes de Tupasanta que se espantan con el ruido del aire entre las piedras y vuelan a esconderse entre las nubes.

Pero mis recuerdos son tercos y me lastiman con sus confidencias. Ahora que más me invaden los fantasmas de las noches desaparecidas.Recuerdo que en medio de la fiebre, mi madre, con el rostro fruncido de dolencia, dejaba escapar las palabras. “...No nos dejes caer en la tentación...” Y el cuarto se llenaba de toses que se apagaban lentamente. Al comienzo eran toses agudas que acababan en plañidos vacíos. El ardor quemaba sus entrañas y en sus labios afloraban hilos de saliva que parecían menos de saliva que de sangre peguntosa. Después venían toses broncas como pequeños truenos, en coro cavernoso que le agitaba el velo de la boca. Eso ocurría cuando la fiebre destilaba sudor en su desvelo. Luego eran toses sofocadas que se volvían jadeos para encubrir el llanto.- ¿Por qué lloras? - le preguntaba, bebiéndome también las lágrimas.Ella alzaba la cabeza, palpaba su rostro fogoso y dejaba escapar las palabras con tristeza.- Tu padre, hijo, tu padre. Pocos días trabajando en el bajío y muchas noches maleando por los lados de Tupasanta.

Después caía en sueño inquieto, apretado de tono sollozante, nada más porque en vida le había tocado en igual repartición la herencia de pesar con la de llanto. Entonces la luz de los cocuyos resbalaba como brizna de luna en los rastrojos, y el viento golpeaba las paredes del rancho con sonido parecido al de rajadura de caña de junco.De noche, más tarde que temprano, mi taita Bugo volvía borracho, dando tumbos, lanzando maldiciones porque sentía que la cabeza se le llenaba de vapor de agua espumosa como meados de buey. Un bostezo le descubría la lengua y los dientes antes de que aventara los rezongos con encono.- Hijo, nómbrate la madre, miéntate la madre de tu madre hasta que se te canse la lengua, maldíceme todo el tiempo que dure el sofoco de tu madre, pero sácate un poco del valor que tienes guardado entre las piernas, y ayúdame a quitar estas puntas de abrojo que traigo en el pellejo.Yo oía el respiro fatigoso de mi madre, mientras mi padre empuñaba con ira el manojo de mis cabellos sueltos.

En poco tiempo mi espalda, a golpe de coyunda, quedaba llena de tajos y jirones. Yo miraba a mi taita convertido en demonio que me gritaba cuando la sangre manaba de mi cuerpo. Casi en el suelo, como confundido con la encorvadura de mi sombra, yo sentía los golpes de cabestro apurando mi derribo. Su furia seguía encajándose en mi espalda, hasta que un cabo de ventolera penetraba en el cuarto y derribaba el espejo, como para que mi madre ya no mirara sus calamidades ni mi padre sus ensañamientos.Después, cuando mi taita arrimaba el cansancio a su sueño, yo escuchaba en un rincón del cuarto el clamor del silencio. Y de puro silencio el cuarto parecía una bóveda ausente.

Sentía entonces unas punzadas fuertes que me encalambraban, como si en mi cuerpo se hubieran ensartado puntas de malojo o aguijones en brasa. Era cuando yo veía lo mucho que mi madre agonizaba, pensando ella que mi padre ya había muerto. Por eso mis pasos se hacían más tarde un solitario andar por aquellos terregales que encajonaban el camino de Tupasanta.Si pudiera espantar los recuerdos como a los perros que ladraban en la calleja desierta de Tupasanta. Si consiguiera olvidar para no sentir el rebenque golpeándome la espalda, ni mirar más los ojos de mi madre redondeados de grima cada vez que mi taita me teñía de sangre las costillas. Pero los recuerdos se pegan como sanguijuela en mis estragos. Y en cada recuerdo se juntan a mi dolor los gritos y arrebatos de mi padre. Y mi padre descarga su borrachera con duros latigazos porque no oigo sus regaños, sino el rugido del viento golpeando las paredes... Ahora mismo me tira de las greñas para hacer que yo olvide los trastazos de su cólera, o para removerme el ardor que siento cuando clava sus uñas en mi garganta. Todo eso que sigue haciendo para hartar sus ganas de azorarme.

No puedo impedir que a veces me maldiga mientras duermo, o que hunda sus dedos en mi pecho y me sacuda el corazón con fuerza, o que con sus ojos yo mire en mis visiones el miasma enrojecido que sale por el gaznate de mi madre... Si pudiera olvidar y no sentir más el zurriago golpeando mi memoria. Pero los recuerdos son como espigones que me hincan donde más me duelen las heridas.Me acuerdo que mi madre sollozaba en las noches por el dolor que le quitaba el sueño.

Era el tumor que le carcomía la humanidad por dentro y le brotaba en floración maligna. También era la tos que se le ensortijaba en el galillo y le causaba los vómitos de sangre, su propia sangre con olor a zumo envejecido. Después venía su llanto, un llanto que por pilongo traspasaba el velaje de mi sueño y se trababa en las partes donde aún se esconde mi compasión en lucha con mi resentimiento. Hasta puedo acordarme del dolor que porfiaba en su pecho, o del cangro sembrando manchas bermejas en su vientre, o de los estallidos de mi taita rabiando en el fondo del espejo. Todo en noches tan largas que recrecían el tamaño de mi tormento.Puedo recordar el día en que allá, después del paso de los remolinos, vino aquel hombre, partiendo yerbajos por camino de recua, sobre montura parecida a nido de cordeles o maraña de hebras viejas que colgaban del lomo de la yegua.

Yo atisbaba hambre y espuela juntas en los flacos ijares de la bestia. Pero era mi madre quien primero veía venir al fuereño, transido por los fogajes de la cuaresma, con la cara terrosa y los párpados gachos como mirando nada más que el suelo. Ya enfrente del rancho, mientras la cola del animal dispersaba el enjambre de mosquitos, el hombre ladeábase el sombrero para apenas mostrar una pupila soñolienta.- Casi difunto me dijo que a ustedes les dijera...Por eso tuve que recorrer aquellos rebujales cuando mi sombra se hacía bulto andante entre las breñas. Podía ver entonces, sobre las ascuas del horizonte, las nubes convertidas en follajes de almagre. Fue así como pude llegar a Tupasanta. Aquel caserío escondido entre tapiales de polvo y humo, con los techos caídos y las paredes minadas por las hiedras, como ocultando su desabrigo entre laderas de chamarascas. Allá donde también moraba una sarta de zumbidos vaciados por el vuelo de los moscardones.Yo caminaba mientras la sangre me golpeaba con temblor parecido al de los cajones de muerte en tiempos de tolvanera. La soledad me rodeaba bajo el cielo encendido, y el aullido de animales monteses ahuyentaba el sueño rellenado en mis ojos, mis propios ojos cansados de mirar en las noches a mi madre sollozando en su agonía larga, cada vez que mi padre, con olor a establo anochecido, me azotaba con el dogal de amarre y yo sentía como aguja espartera en mis adentros.

Andaba yo con la fatiga a cuestas, sintiendo ahogo por todos los costados, hasta que pude encontrar a un hombre de rostro pantanoso, arrimado a un brocal, que al escupir mostraba sus dientes afilados por el hambre en la boca abullonada, y me miraba sin ganas de decir palabras, porque en Tupasanta la poca gente dejaba las palabras para implorar el agua llovediza o para conversar a solas con sus muertos. Yo le había preguntado a aquel hombre para que el mismo hombre, señalando los farallones copeteados de ruinas, me respondiera:- Por allá lo vieron los que en la mañana regresaron de Loma Triste.Unas leguas más por aquellas tierras me bastaron para encontrar los restos de mi padre. Allá estaba mi taita. Con la desgracia amontonada en sus despojos. Tal como lo repetía mi madre en sus desvaríos y yo lo presentía en mis insomnios. Dormido en su ebriedad perpetua.

Con los brazos en cruz y la boca abierta, como atragantando sus pecados mortales, tendido sobre la maleza, entre guijos y polvo, igual que espantapájaros derrumbado por la fuerza de los ventarrones. Una herida larga de la cara al cuello le había supurado una aguaza solferina como hebra de incendio. Así acabó mi taita por tanto remedar la embriaguez de los vientos.Lo que vino después fue rumor de voces, invisibles piquetes en la carne, dentelladas que causaban espasmos a mi madre, cuando ella metía el delirio en sus dolores para que sus palabras parecieran responso:- Hijo, el camino de Tupasanta es muy torcido. Vas y vienes como buscando lo que mal puede encontrarse. Unas veces con tus propios pasos, otras con los trancos perdidos de tu padre, como si nunca fueras ni vinieras, o como si quisieras conseguirlo y apenas llegaras al sitio donde la carcoma devora su cuerpo ya rendido, porque ese trecho sólo sirve de tránsito hacia el silencio que nunca tiene fin.

Pero allá alguna vez hallarás a tu padre, dormido para siempre sobre los cascajos, con su furor apagado en vana sombra, con sus culpas abriendo la puerta de mis penas. No sé si sus remordimientos le habrán cerrado los portillos del cielo. Así me parece verlo. Con puñales clavados en la soledad de su último suspiro. Ahora cuando siento que el ruido del aire que golpea estas paredes es como el soplido que haces cuando bebes el llanto que te lavan las lágrimas. Porque eres tú el que está llorando ahora, mientras yo tengo los párpados hinchados de tanto tener fiebre, de mucho ver la llama en los ojos de tu padre cuando el aguardiente le alborotaba el alma... Hijo, me duele tu lloro silencioso, tan silencioso que a nadie despabilas con tus lágrimas.

Pero sácame de este cuarto donde oigo el eco de los gritos que aquí dejó encerrado la malquerencia de tu padre, antes de que su bullicio sirviera para espantar las moscas que rodean mi cuerpo. ¿Me oyes, hijo? Entonces apúrate que ya me está llegando el sueño y la sangre se me está poniendo pegajosa y fría. Mucha tristeza me dan tus pasos ya cansados. Ven, acércate sin mirar la flama que alumbra los ojos de tu taita demontre. No es bueno ver el aleteo de la luz en sus ojos prendidos... Oremos padrenuestros y avemarías para marcharme en paz.

Ven, que no quiero irme sin que oigas mis ruegos. Acércate para rezar juntos por los que vomitan sangre y saña, por todos los caídos en los guijarrales de estos rumbos, por los que todavía se emborrachan con sed en el corazón y la lengua... Te rogamos, Señor, que no nos dejes caer en la tentación. Tú, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos. Te suplicamos por él y la hiel de su sangre. Por él y por nosotros, los que bebemos la sal de nuestras lágrimas porque con él siempre vivimos soportando su fiereza en la caída. Esto te pedimos, Señor, porque el cielo quiere más la lágrima de un pecador arrepentido que la salvación de noventa y nueve justos. Tú, Salud de los enfermos, Abrigo de los desamparados, que borras las sombras en el ánima de los iracundos, que enderezas el paso de los extraviados, mantén sobre nosotros la luz de tu misericordia y no nos dejes caer en la...Su boca quedó entreabierta y los párpados taparon sus dos pupilas muertas. El espejo al instante se hizo pedazos de luz mortecina. Eso contemplo con desconsuelo en mi memoria. Hubiera yo querido perder para siempre la vista con que hoy miro los ojos cerrados de mi madre y la furia de mi taita hundida como brasa en el espejo.Así fue como aquello metido por mis ojos me abrió la herida que traigo con los años en vela. Por eso recuerdo la andadura de los dos cargadores.

Uno divisando adelante la cuesta de Tupasanta y otro mirando atrás las huellas sin retorno, en medio de la brisa que hacía almohadón dentro de la parihuela. Allá donde el viento soplaba en trifulca sobre la tierra magra. De eso hace ya tanto tiempo que ahora, muy cerca de mi último sueño, sólo siento mi sangre andando al paso de aquel entierro bajo el sol de la cuaresma. Como para creer que los muertos entierran a sus muertos. Esto digo por no decir que aquí estoy consumiendo la pizca de vida que me resta para salir también del fondo de este espejo.

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