sábado, 22 de agosto de 2009

Ciudades sin civilización



ANTONIO MUÑOZ MOLINA 22/08/2009


No puede haber civilización sin ciudades", escribe Saul Bellow, "pero hay ciudades sin civilización". Él se refiere a Chicago, la ciudad de los terribles inviernos sin misericordia de la gran Depresión; yo leo la novela en la que vienen esas palabras, The Adventures of Augie March, una mañana de agosto, en Madrid, sentado al fresco de los plátanos y los magnolios gigantes del paseo del Prado, que es una de las islas más indudables de civilización que pueden encontrarse en una ciudad europea, y por donde paso tantas veces camino de algunas de las instituciones más civilizadas que conozco: el Museo del Prado, la Real Academia, el Thyssen, el Botánico, el Reina Sofía, las librerías de viejo de la cuesta de Moyano, sin olvidar el añadido más reciente, la extraordinaria sede de la Fundación La Caixa, con su jardín vertical y sus viejos muros de ladrillo como suspendidos en el aire, una nave industrial de hace un siglo levantada sin peso en la ciudad del presente.
Le Corbusier y sus discípulos alumbraban el camino del porvenir, que más que un camino era una trama de autopistas
Hasta bien entrado el siglo XX las tecnologías del transporte colectivo se integraban sin quebranto en el tejido de las ciudades
Uno de los rasgos de la civilización es que siempre es más frágil de lo que parece y siempre está amenazada. Un poco más arriba del paseo del Prado y del de Recoletos se abrió en la ciudad en los primeros años setenta el cráter imperdonable de la plaza de Colón, que no es una plaza sino un descampado sin alma de torres especulativas y tráfico como de autopista, con algo de urbanismo apocalíptico suramericano.

En el paseo del Prado y en Recoletos se puede caminar siempre al amparo de los árboles: en Colón uno se ve arrojado a una intemperie de sol homicida o de vientos invernales, arreado en manadas para cruzar a toda prisa los pasos de cebra.

La llamada plaza de Colón es una muestra infame de lo que estaban haciendo con las ciudades los planificadores, los teóricos del urbanismo y los grandes expertos en los años sesenta y setenta, cuando la capitulación institucional ante los intereses de los especuladores y de los fabricantes de coches aún se revestía con la máscara conveniente de la modernidad, del progreso implacable.

Le Corbusier y sus discípulos alumbraban el camino del porvenir, que más que un camino resultaba ser una gran trama de autopistas. Hasta bien entrado el siglo XX las tecnologías del transporte colectivo se habían integrado sin quebranto en el tejido de las ciudades y habían contribuido a su expansión orgánica: las líneas de metro y de tranvías permitían el nacimiento de nuevos vecindarios hechos a la medida de los pasos humanos; los tranvías circulaban con la misma eficacia por las calles sinuosas de los cascos antiguos y por las perspectivas despejadas en las que las ciudades se abrían al campo.

Cuando yo llegué a Granada, en 1974, acababan de clausurarse las líneas de tranvías, que comunicaban el centro de la ciudad con la Vega del Genil y con las estribaciones de Sierra Nevada. En Granada todavía quedan nostálgicos del tranvía de la Sierra, construido por un ingeniero ilustrado que se llamaba Santa Cruz, al que fusilaron los matarifes falangistas en el verano de 1936. Uno tomaba el tranvía en una acera arbolada de la ciudad y subía en él por la orilla del Genil hasta las laderas colosales del Veleta.
Los terribles expertos dictaminaron que cualquier obstáculo que se interpusiera a la circulación de los coches merecía acabar en los mismos basureros de la Historia a los que según Trotski estaban condenados quienes se resistieran a la revolución soviética. Para el advenimiento de la nueva civilización las ciudades resultaban un enojoso obstáculo. No sólo estaban hechas de calles estrechas y de edificios vulgares agregados a lo largo de épocas diversas: también estaban habitadas.

Y la gente que las habitaba vivía y trabajaba en un desorden que sacaba de quicio a los entendidos, partidarios de que cada cosa se hiciera racionalmente en su sitio, de acuerdo con los planes utópicos que ellos mismos diseñaban, llenos de preocupación paternal por el bienestar de ese populacho, pero poco amigos de observar de cerca cómo eran sus vidas. El remedio contra los males, desde luego verdaderos, del hacinamiento y la pobreza, era el derribo, y tras él la autopista y la imposición del coche. A la destrucción de los barrios populares de Nueva York el planificador urbano Robert Moses le daba un nombre inapelable, aunque también involuntariamente siniestro: "La guadaña del progreso".
En los primeros años cincuenta la guadaña del progreso se disponía a llevarse por delante algunos de los lugares más civilizados de Manhattan: una autopista de diez carriles iba a atravesar el Soho, Little Italy, Chinatown y el Lower East Side.

Uno nunca llega a saber de verdad lo precaria que es la civilización, lo peligroso que es dar nada por supuesto: para agradecer de corazón la delicia de pasear por Washington Square, distraerse mirando a los músicos o a los saltimbanquis callejeros o a los jugadores de ajedrez, sentarse en el césped y distinguir las primeras torres de la Quinta Avenida por encima de las copas de los árboles, conviene tener presente que todo eso estuvo a punto de ser destruido hace ahora cincuenta años, porque justo por ese lugar Robert Moses había decretado que pasaría otra autopista. La guadaña del progreso no actúa por capricho: si el tráfico ha de fluir a tanta velocidad como sea posible a través de la isla, lo racional, lo inevitable, es abrirle paso.
Washington Square no fue salvada por ningún arquitecto. Ningún experto en urbanismo alzó entonces su voz contra lo que hoy nos parece un delito inconcebible. Washington Square existe ahora gracias a una mujer, Jane Jacobs, tan poco experta en nada que ni siquiera tenía un título universitario. Vivía cerca, en la calle Hudson, en el corazón del Village, y llevaba a sus hijos a jugar a la plaza. Sus primeras camaradas en la sublevación urbana fueron las madres de los amigos de sus hijos, "unas cuantas locas con carritos de niños", según dijo Robert Moses, con la furia despectiva de los grandes expertos cuando alguien sin más cualificación que el sentido común se atreve a llevarles la contraria.

En 1961, cuando Washington Square y las calles del Village ya no corrían peligro gracias al movimiento de rebeldía iniciado por ella, Jane Jacobs escribió su hermoso manifiesto en defensa de las ciudades caminadas y vividas, The Death and Life of Great American Cities. Murió el año pasado, una anciana diminuta y bravía comprometida hasta el final en la defensa de esa forma frágil y necesaria de vida en común que es la civilización y que no puede existir sin las ciudades.

Un libro recién salido -Wrestling with Moses, de Anthony Flint- cuenta la crónica de su rebelión y conmemora su legado. En el corazón desventrado de Madrid, lleno de zanjas y de máquinas empeñadas en obras demenciales por culpa de un alcalde ebrio de megalomanía y de despilfarro que ahora amenaza insensatamente el paseo del Prado, yo me acuerdo de Jane Jacobs y me pregunto melancólicamente si sería posible aquí una rebelión como la suya, un levantamiento cívico que salve a Madrid de expertos y de políticos y de especulares y le permita ser una ciudad civilizada.
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