sábado, 15 de mayo de 2010

Ana María Valeri // La Academia Nacional de la Historia y sus archivos

El traslado de los archivos de Bolívar y Miranda a una sede distinta a la de la Academia Nacional de la Historia tendría sentido únicamente si sus custodios no hubiesen guardado escrupulosamente su contenido. No es este el caso. El espacio separado especialmente para ello observa las condiciones obligatorias para la conservación de fuentes documentales de esta categoría. Y la sede de la Academia es por antonomasia el lugar en cuyo vientre deben ampararse tan valiosas reliquias.

El decreto caprichoso asoma como antojo de media noche. Quién sabe si el amo del valle intentará leerlo durante el insomnio mientras planea la quincuagésima versión de un magnicidio, o sirve para transportarse doscientos años atrás, mientras se disfraza de héroe manoseando una espada cuya réplica ha sido regalada a medio mundo.

Todo ello es ya suficientemente disparatado como para, además, bajo el pretexto de que los archivos estaban secuestrados por una parte de la oligarquía, sustentar tal osadía en la intención de permitir el acceso al público sobre tales documentos, como si no fuera ya eso posible gracias a la digitalización que se ha hecho de los mismos y a las publicaciones que ha desarrollado la Academia. Peor aún será el hecho de que se versione el contenido histórico bajo la supervisión del curador de marras.

Ningún gobierno es dueño de las letras que nos prueban con detalle el pensamiento y la acción de quienes nos precedieron. Los autores nos legaron una herencia de la que la Academia ha sido vigilante celadora así como diligente gestora para la obtención del reconocimiento por parte de la Unesco sobre sus tesoros, que dicho sea de paso, pertenecen a todos los venezolanos. La Academia Nacional de la Historia pierde sus joyas más preciadas. Por fortuna, Venezuela cuenta entre sus hijos hombres y mujeres tan honorables como sus trabajadores y directivos.

No alcanzamos a imaginar que de aquí a poco la Academia Nacional de la Historia cambie su nombre y se convierta en algo así como el Cuartel de las Memorias de la Insurgencia, Luis Pellicer dixit, -director del Archivo General de la Nación-, donde, en lugar de la majestad y el respeto que inspiran sus pasillos y el recuerdo colonial que nos ataja entre sus columnas, nos encontremos con reliquias de santería caribeña, bustos del Che y Marulanda.

Y conste que no somos precisamente devotos de la aproximación casi religiosa en el culto a los héroes tan necesarios para nuestras latitudes. Al contrario, hemos hurgado en el fenómeno de la divinidad atribuida a hombres virtuosos de algún tiempo y no nos sentimos cercanos a tales fanaticadas, y así como nos confesamos irreverentes ante la magnificación de sus hazañas pasadas cuando se anteponen a la atención de las necesidades y los retos del progreso en la actualidad, también reconocemos sus causas sin mezquindad.

De manera que no es la deidad de los semidioses lo que vemos profanado. No es una imagen caída la que nos preocupa, sino la violencia que la destruye. No son las piedras preciosas incrustadas en una joya de orfebrería, sino el símbolo que ayer inspiraba admiración y hoy es deslucido con irreverencia. No es la materia, es el afecto. Es la pérdida de consideración y respeto a los iconos que considerábamos intocables y hoy son utilizados como propaganda de un autócrata con delirios de grandeza. Es la indiferencia ante la caligrafía escrita por quienes no lograrán descanso en su última posada, al ver, desde el más allá, que el trazo de sus hojas grabado con sudor es ajado por estupidez.

Es, a la vez que el disgusto que provoca conocer del mal uso y la destrucción de nuestra memoria histórica, la desazón que invade el alma con el silencio de los apáticos.



anamariavaleri@gmail.com

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