Hector Malave Mata
A Igor Delgado Senior
Cuando se deja una hoja en el agua mucho
tiempo, al rato el tejido desaparece y las
fibras se mecen lentamente como en el
movimiento del sueño.
William Faulkner
El sonido y la furia
No fue entonces el temblor del vértigo. Tampoco la carrera del viento con sus silbidos largos. Ni siquiera los soplos del temporal sobre el secano. Fue la voz musitada todo el tiempo en el encierro. O el secreto rumor de la caída. O aquello que Luz Rigores apenas pudo recordar cuando quiso volver la mirada hacia las cosas no muertas todavía. Como en la distancia de los sueños truncos. Cada vez que tuvo que rastrear en el letargo para acercarse a lo que ya quedaba demasiado lejos. Dormida como estuvo casi siempre. O despierta mientras quiso llorar con las palabras por pensar que jamás tuvo culpa y sin embargo recibió el castigo. Así vivió los días de la espera. Con los ojos cansados de tanto mirar malos recuerdos y de mucho columbrar en el sueño lo que no fue vida sino agonía interminable.
Todo comenzó aquella tarde cuando Luz Rigores divisó a Balbirio Ruano esperándola al final de un surco. Eso fue por los primeros días de la siembra. La brisa bajaba indócil hasta las sementeras, cuando una bruma clara, cayendo desde la cumbre del lomerío, se abría con el corte de la ventolera. La mujer sonreía, y viéndola sonreír Balbirio la tomó entre sus brazos para luego tenderla en la hojarasca tibia. Ella susurró con querencia unas palabras. Tras cada palabra sintió el golpe de la sangre contra el pecho. En seguida le aumentaron los latidos por dentro. Y aquel roce compartido del comienzo se fue tornando suave vaivén entre la carne virgen. Una última palabra de Luz Rigores. Con la boca encendida, con los ojos brillantes, como cuando el éxtasis comienza a encumbrar la embriaguez de los sentidos. Entornó luego los párpados, apretó los labios y sintió un estremecimiento en las entrañas. Amoroso fue entonces el rumor del viento de Rustanza.
Después fueron las náuseas, los delirios, la reciente esperanza pugnando contra el miedo. Apenas entre niebla la imagen de las cosas, borrosas sus propias pesadillas, turbia la figura del padre. Siguieron las molestias intermitentes de los síntomas. Iban y venían los sudores, los mareos, las palpitaciones, los dolores punzantes dentro de ella misma. Comprendió que una presencia inquieta le nacía entre su carne. Entonces más se aferró a la vida por saber que en su vientre crecía la raíz de otra vida. Y buscó a Balbirio. Sólo para decirle que llevaba su simiente en las entrañas. En eso anduvo hasta sentir el cuerpo sobre la tierra como en el lomo de un animal cansío. Pero Balbirio no apareció más por aquellos lugares.
Así fue como el cuerpo de Luz Rigores se fue volviendo pleno. Se ablandaron sus muslos, se le juntaron pliegues ocres en la redondez de las caderas, le crecieron los pechos en el regazo donde el amor se espesa. Algo como zumo tibio le recorría las venas. El latir de la sangre fue templándole las manos, regándole una poca calentura en las turgencias. Y siguieron los días. Todos grises como nubarrones. Ella misma con otra vida encajada en su cuerpo. Vagó por los alrededores, oteó las nubes cargadas como vientres, lanzó cascajos en el agua del abrevadero. Hasta que por andar a solas con sus pensamientos se quedó sin fuerzas y el desmayo la tumbó sobre un montón de abrojos.
Así pudo haber sido. Como para que su padre, el mismo Rusco Rigores de tantos entreveros, al encontrarla en aquel trance, la reprendiera y luego la lanzara sobre la tierra removida. Es casi seguro que así hubiera ocurrido. Varias fueron las preguntas del padre. De la hija la única respuesta. De pronto la cara del hombre se plegó de muecas como las que preceden al desbordamiento de la ira. Ella lo vio sacudirse como animal bridado. Al punto fueron los golpes de zurriago, duros golpes detrás de los insultos, tan fuertes como azotazos de patrón malentraña. Y enseguida fue el grito abriendo brecha entre calcanapires y carrizos, hasta al cabo perderse en el vacío del aturdimiento.
Lo que sucedió después fue todo aquello metido en la penumbra del cuarto. Todo lo que Luz estuvo imaginando desde que el padre la arrojó entre las cuatro paredes y cerró bruscamente la puerta dejando el eco de sus reniegos allá dentro. Cerrada como quedó la puerta para la resignación y entreabierta para las maldiciones, con apenas un resquicio por donde escapaban los rebotes del llanto, o acaso los ruegos de la mujer en su emparedamiento. Penosas como fueron sus noches de tanto sentir los zarpazos en su sueño, de tanto ver en su sueño los ojos de Rusco Rigores, sesgados en bisojera torva, como atisbando con encono la traza de Balbirio Ruano.
Al comienzo fueron martillazos sobre la madera, palabras que clavaban la furia de Rusco en el travesaño de la puerta. Al mismo tiempo fueron el chirrido de los goznes y el ruido de la tranca. También el aire enrarecido, el olor a cuarto abandonado, el suelo frío. Las cosas necesarias para el castigo de tapiar en vida a la hija que el padre mal mentara. Después siguieron la voz de Rusco como zumbos de moscardones, las pisadas crujientes de sus botas, el asedio sin tregua. Y el miedo de la mujer encadenado a los pasos golpeantes. Todo lo que fue posible para el ahogo silencioso y lento. Mudo el sofoco de cada día, de cada noche, por haber sido su vida cada vez menos vida o cada vez más muerte. O vida con algo menos tras cada instante de sus días, porque entre aquellos martillazos y las injurias que al padre se le alborotaban en la boca, siempre estuvo el recuerdo rondando su tormento.
Entonces comenzó el hundimiento, el marasmo sin fondo. Pero Luz no renunció a su existencia mientras tuvo que velar su caída. Ni se atascó la soberbia de su padre porque él mismo se mantuvo a cuestas de su fiera índole, como animal cerril que gruñe en la borrasca. Y fue por voluntad del padre que sobrevino su derrumbe. Acaso ruina o despojo de mujer que fue toda trepidación bajo el deseo de un hombre que jamás conoció su desgracia. Aquel Balbirio que anduvo sin viaje de regreso cuando el amor se deshizo en caminos, en lejanas andanzas sin retorno. O tal vez senderos por donde Luz nunca pudo encontrarlo porque entonces se le llenaba de barañas el sueño. Y la imagen de Balbirio se le apareció en sus extravíos cuando tuvo que recoger el dolor en su memoria. Y viéndolo a medialuz no pudo oír sus palabras ausentes. Y mientras ella lo veía, él contemplaba lo que podía ser el señuelo de su propio remordimiento,
En eso estuvo ella, a solas con sus palabras húmedas, hasta que los ojos de Balbirio se fueron convirtiendo en dos brasas redondas cada vez más distantes, nada más porque en la oscuridad siempre asomaba Rusco, el padre en constante acoso, sus pupilas en sesgo, sus rezongos sin sonido como los que se escuchan en los sueños sordos. La mujer quiso seguir los rastros de Balbirio para mostrarle el fruto de lo que fue su entrega. Pero la noche oscureció su rumbo. Y no era bueno el trayecto para la busca cuando tuvo que vivir entre sueños.
También la esperanza de Luz se fue acabando de tanto apretujarse entre sus pensamientos. Fue más pesada la carga de los días, más doloroso el escozor de la condena, como para que la pena se le hiciera una zozobra lenta y la vida se le desbaratara en gajos de muerte cenceña. Fue ese el deseo del padre cuando le dio el castigo, queriendo así borrarle, como decía, todo vestigio de impureza. Pero si ella tuvo que afrontar la condena fue porque no quiso despertar alguna vez con el vagido de una vida rota. Y luchó por dar vida a otra vida. En ofrenda por dentro y en carencia por fuera. Hundida una criatura en su vientre y ella aterida en su sombra. Y su sombra fue aquella soledosa pena que le había dado el padre porque su preñez le causaba una afrenta. O el agravio que el padre no soportaba y todo el tiempo devolvía en escarnecimiento, para grima de su propia herencia o para humillación de la sangre que manaba en la conduerma y salpicaba la indignación sin freno.
Y siguió en la caída a sabiendas que su tránsito se iba haciendo de greda resbalosa, o de tierra desmoronada bajo los aguaceros, o de lama arrastrada por aguas en creciente. Sin saber si aquello era la correntía de la vida misma o el rumor tapiado entre sus sueños, como aquél en que el padre, estrujándole el vientre, le gritaba que no tenía vientre sino una bolsa inflada de impureza, amarrada hacia abajo con hebras de coyunda para que las culpas la pudrieran por dentro. Y le dijo que por eso no tendría hijo sino cría como los quirquinchos. Ella le respondía, desde el costado menos incierto del ensueño, que su vientre era el lugar donde anidaba el aura de una vida nueva. Y miró el rostro de Rusco convertido en máscara bermeja, con los ojos brotados como granos de fuego. El arrebato del padre estremeció la semilla sembrada en el claustro materno. Al momento la mujer sintió el golpe de zurriago contra el pecho para que allí se le juntara el resquemor con el abatimiento. Pero Rusco Rigores era hombre de sobrevientos, y por colérico despertaba lanzando pestes y maldiciones, con juramentos que plagaban los arrabales del infierno.
Mientras fue necesario la mujer siguió en medio de una marea oculta, o de un abismo sin fondo, o de un laberinto sin salida, porque fue terca la voluntad de no abrirle la puerta a la aflicción que le había dejado el desconsuelo. Muchas veces palpó su preñez. Sintió cada vez más lleno el vientre, más hinchada la carne, más blanda la juntura de los muslos, el escalofrío plenando de temblores su desnudez más íntima. Y fueron sucesivos los días de sofoco, las noches en vigilia. Hasta que sintió las puntadas que vinieron de adentro. En ella misma como ramalazos. Comprendió que era aquella una señal recibida en justo momento, en anuncio de un ser que apremiaba la luz y buscaba la salida con natural impulso. El vástago pronto se desprendió de lo que lo sostuvo. Lacerante fue el pasaje del descenso. Un dolor agudo, más punzante que las desgarraduras de toda su existencia. Y en la turbación se movió el pequeño ser en sus entrañas.
Así comenzó el recorrido. Bajó entre las aguas que le dieron calor desde que fuera embrión apenas. Sin detenerse siguió por brecha libre, andó el cauce abierto en el desgarro de la carne. La mujer soportó el movimiento del fruto desprendido. Desde la matriz hasta el plexo que desemboca en la vertiente montesina del pubis. Las lágrimas le mojaron los ojos cuando no pudo mirar la humedad derramada, ni aquello que brotó como de nuez partida y rasgó su cuerpo como si en el carril que va del vientre al mundo se hubieran amontonado puntas de guijarros. Y la criatura surgió invicta en el trajín del alumbramiento.
No supo Luz cuando se abrió la puerta. Pudo haber oído en el umbral del desvanecimiento unas botas crujientes en el cuarto. O haber creído que eran trancos que recorrían las veredas ya estrechas de su sueño. Pasos con prisa, como soñados en un tiempo breve. O tras los gritos haber pensado que Rusco se llevaba a escondidas el llanto del recién nacido. Pero fue al despertar cuando vio la puerta trancada como siempre. Ella acostada en la estera sobre el suelo. Consigo solamente el olor a sangre derramada, la flojedad de brazos y rodillas, las manos con color de almagre. Pudo haber oído algo parecido al lloriqueo de un niño desnudo a la intemperie, amamantado con leche de la luna que jugaba en la parvulez de sus pestañas.
Al principio los gritos fueron cortantes como filos de esparto. Después se hicieron blandos y distantes a lo largo de una pendiente sin rellano. Y fue continuo el despeño porque Luz no encontró razón en detenerlo. Y por no contenerlo los sollozos del hijo se fueron prolongando, se tornaron lloros cada vez más lejanos hasta perderse en los riscos de los agostaderos. Pudo haber sucedido que el hijo se extraviara entre los crestones de Rustanza, arrastrado quizás por el orgullo de quien vio en él la marca viva de la deshonra, y no encontrara lugar para el regreso porque alguien le cerró el camino, y se quedara con los ojos mirando el vuelo de los gavilanes bajo las crines plomizas de las nubes. O no haber regresado por haberse dormido, con los ojos abiertos para siempre dormidos, entre los retamales que crecen en lo más hondo de los desgalgaderos de Rustanza. Es de creer que así hubiera ocurrido. Pero Luz jamás lo supo porque no tuvo vista con que mirar otras sombras fuera de su cautiverio.
Desde entonces se hizo calma pesarosa lo que fue ansiedad de su espera. Sucedieron las noches a los días en la bruma de su encrucijada. Entre días y noches se le alojó el desvelo o lo que fue inquietud metida en sus malos sueños. Y se detuvo demasiado en desandar el trecho cuando un tiempo sin tropel ni prisa resbalaba también en su caída. Angosto y prolongado aquel derrumbamiento sin rastros ni sonidos, como anudado a la larga agonía desde que se fueron apagando las voces, los golpes de zurriago, el retumbo distante de los gritos. Y desfalleció después del alumbramiento para que la desgracia empotrara la agonía en su cuerpo consumido. Y la vida se le quedó sin nada, flotando en el vacío, sin voluntad con que arrancar las espinas clavadas para siempre en su vida. Marchita como quedó su vida por haberse engarzado la desdicha en los escombros que le dejó el castigo.
Aquello no fue bastante todavía. La fiebre le creció con tiritera a veces enervante, a veces apacible. Y lloró entonces como para que las lágrimas le enjuagaran la dolencia, o tal vez el suplicio, o algo parecido al estrago que le causaba aquella pesadumbre. Y en cada noche el recuerdo la sorprendía mal dormida en el sueño por causa del trastorno que le daba la fiebre cuando en su cuerpo se amontonaban espasmos y dolores. Eso le bastaba para oír las palabras que ella imaginaba sin siquiera decirlas, o sin saber que las decía cuando le hablaba a Filpa Rigores, su madre difunta, con voces insonoras, como encerradas en la bóveda del pensamiento.
Dime, maita Filpa, ¿por qué no has venido a verme entre estas paredes que lo que hacen es darme sofocones? ¿Es que todo lo que ha de darse en estas tierras es para secarle las lágrimas al prójimo? ¿No puedes pedirle un poco de piedad a mi padre demontre, ni puedes aplacar su enojo y hacer que se sosiegue? ¿Por qué tanta fiereza contra mi desamparo? Eso tienes que decirle tan pronto como puedas ¿O es que acaso no traigo cuentas en tu mundo ni tengo para ti ninguna valedura?... Te pido que me oigas para que no digas que te molesto y canso cuando lo que quiero es recordarte las cosas que no quiero que olvides... Sólo espero que te repongas y levantes tu cuerpo del fondo de esa tierra dura. Te hablo para que dejes un poco ese descanso que nunca se te acaba. Ven cuanto antes sin esas demoranzas tuyas, para que veas a tu marido apestoso de rabia cuando me maldice y ni siquiera esconde lo que tu sabes que tiene de mal hombre. O para que me veas con ganas de salir de este secuestro y acostar mi cuerpo a la vera del tuyo. Allá donde la brisa ventea sobre el monte y le lleva silbos de duendes al silencio... No me preguntes lo que he vivido en este tiempo. Sabes que no es bueno contar lo que el recuerdo trae con quebrantos, si por lo mismo entiendes esta sofocación, este ardor en mis ojos apagados y secos, un poco más nublados que tus ojos dormidos. Todo el tiempo sintiendo la medrana metida en mis espantos porque mi padre siempre se baja del camastro armando broncas y bullangas, con rezongos que asustan a las propias ánimas del purgatorio, gritando que por mi culpa nunca ha levantado la cara sin sentirla sucia de vergüenza. Toda la vergüenza que se achica en la boca de mi padre cuando se le atascan las insolencias en la lengua. Y bota por la boca el alboroto de su pendencia cuando grita que me ha dado el castigo para que me sirva de escarmiento. Búscalo y dile que ya es hora de que deje sus reyertas. Por lo que más quieras. En nombre del amor que no has podido darme por causa de tu ausencia.
Los días le apagaron el fogaje en el cuerpo, le abatieron los párpados, le bebieron el llanto. Tan sequizo su llanto como el que baja por las mejillas de los moribundos. Mustios quedaron sus ojos por tantas visiones en sus sueños magantos. Grande como fue su abismo, estrecha como fue su esperanza, en aquel tiempo tardo que nunca concluía, anclado en el légamo de lo que se había ido. Como los años de aquellos lugares terregosos que se llenaban de celajes cuando se alargaba el resol en la cuaresma. Allá donde el verano atrochaba con bulla de ventarrones. Más lejos de los derrumbaderos de Campeare, algo más allá de las cumbreras de Jaulagua, camino de Catuaro hacia Campoma, más cerca de Cundeamor que de Clamores, entre aquellos farallones colmados de soflama, más cerca todavía del paraje donde la madre, en ruego a todos los santos y poderes, se persignaba con el aura del viento, rezaba sus oraciones sin palabras y elevaba sus preces insonoras hacia los cielos de Rustanza.
Luz oía el vuelo de la brisa en corriente quejumbrosa. Consigo sólo quedaba el murmurio de su voz cansina. Enronquecida como se había quedado a fuerza de clamar sus delirios. Era la voz acompañada por el resuello que languidecía. Sentía entonces que se le terminaban las palabras de tanto conversar con ella misma.
Maita Filpa, ven a buscarme. Asómate siquiera a la pesadilla de quien va dejando de ser la hija de un mal padre. Por lo que más quieras. Ven a sacarme de este cuarto que por hondo parece socavón traído de los desgalgaderos de Rustanza. Eso no más te pido porque sé que es muy poco lo que puedes darme. No te asustes con los arrebujos del viento. A mi me gustan porque espantan los retumbos de mi padre. Aquí te espero para oír lo que debes decirme si alcanzas a decirme cómo poner mi tristeza cerca de la tuya. Si es que logras hallarme en la oscurana. Si es que puedes seguir el trote cansoso de las recuas. No olvides apartar las ortigas del camino. Pero pídele a Dios, o al santo aquel que guardabas en tu santuario de breñas, que empareje tus pasos con mis ganas. Y acuérdate que el camino es disparejo, así como yo he sido de suerte y desventura... Si vieras estos moscos grises rodeándome la cara. Si pudieras espantarlos para que veas estos nublos que empiezan a meterse en mis ojos. Parecen nubes que poco a poco se oscurecen. Y se hacen tan oscuras que pintan en tu cara unos lunares tristes... ¿Sabes, Filpa?, creo que estoy llorando, o más bien remedando tus lloros, porque ahora descubro esta manera mía de sollozar llevando tus palabras en mi llanto, y todavía me acuerdo que palabrando tú misma te secabas las lágrimas cuando no conseguías imploración que cruzarle a las canseras que te daba mi padre Rusco en sus arranques bruscos. Pero mi llanto es ahora calmo, con reposo. De otro modo no oyera esos sollozos tuyos...Vamos, comienza a rezar que ya es tiempo de decir oraciones como antes lo hacías. Empieza por la que habla de nuestro perdón a nuestros deudores. ¿Todavía te acuerdas de la oración aquella de la Alta Corona, o la de la Pureza de la Niebla, o la del Tránsito Eterno, o la del Rosario de los Afligidos? Cualquiera es buena para mi consuelo, si es que puedes consolarme ahora. O de aquella de la Santa Vestidura que bien sirve para que los ojos de mi padre no te vean, para que sus manos no te toquen, para que sus pies no te alcancen. O de esa que comienza y acaba ensartando rezos tristes que tú llamabas del Buen Morir o del Ultimo Ruego. Es la que más me gusta por su letanía de quejas y dolores. Por favor, dímela, que es buena para mis menesteres. Me figuro que los ruegos de los sueños alguna vez llegan al cielo... Estas cuatro paredes que me asfixian cuando más quiero oír tu voz colgada del silencio. Ya es hora de que vengas. Te pido que te apures porque ya es tiempo de terminar mi conversa en este último sueño... Ahora y en la hora...
Afuera el viento soplaba sobre los retamales. Luz Rigores se quedó al fin callada, inmóvil como estuvo, sin fuerzas con que decir una última palabra en la caída, oyendo resonar la plegaria distante de la madre. Sangre que se consume, aliento que se extingue, palabra que se acaba (...Ruega, Señor, por ella...). Un nudo de repente le apretó la garganta. Sintió algo como coágulo salobre debajo de la lengua. Una vez más trató de oír lo que hablaba la madre, sabiendo que Filpa conocía todos los atajos por donde trajinaba la muerte con sus malos remiendos. Bien como sabía Filpa lo que era perder el rumbo cuando no había otro rumbo por donde andar con un costal de abrojos. Y le habló a Luz con palabras hechas para la paz de la agonía. Tres veces beso la tierra con humilde devoción (...Ruega, Señor, por ella...). Le habló también con piedad y providencia. Para que tu alma no se pierda ni muera sin confesión (...Ruega, Señor, por ella...). Pero Luz sólo oyó ecos de lejanía metidos en su sueño. Consumado su sueño en el eclipse de su cuerpo vencido.
La mujer sintió la mano de la madre que le palpaba el vientre. Y los dedos que resbalaban por sus ojos dormidos. Tanto tiempo con los ojos dormidos que había olvidado las estrellas del cielo. Quiso seguir entonces los pasos de la madre, aferrarse a sus rastros, rondar con ella los campos de Rustanza, detenerse con ella en la sombra terminal de aquella travesía. Y corrió en su busca cuando tuvo que abrir los ojos en la noche desierta. Pero siguió dormida. Y sintió que su sueño se le volvía cenizas, o polvo de túmulo deshecho, o niebla esparcida por cortejo del viento. De nuevo quiso emprender la marcha. Pero por última vez la venció el sueño. Y no volvió a despertar porque soñó el recuerdo de una hebra de luz que alumbró sus dos pupilas muertas.
A Igor Delgado Senior
Cuando se deja una hoja en el agua mucho
tiempo, al rato el tejido desaparece y las
fibras se mecen lentamente como en el
movimiento del sueño.
William Faulkner
El sonido y la furia
No fue entonces el temblor del vértigo. Tampoco la carrera del viento con sus silbidos largos. Ni siquiera los soplos del temporal sobre el secano. Fue la voz musitada todo el tiempo en el encierro. O el secreto rumor de la caída. O aquello que Luz Rigores apenas pudo recordar cuando quiso volver la mirada hacia las cosas no muertas todavía. Como en la distancia de los sueños truncos. Cada vez que tuvo que rastrear en el letargo para acercarse a lo que ya quedaba demasiado lejos. Dormida como estuvo casi siempre. O despierta mientras quiso llorar con las palabras por pensar que jamás tuvo culpa y sin embargo recibió el castigo. Así vivió los días de la espera. Con los ojos cansados de tanto mirar malos recuerdos y de mucho columbrar en el sueño lo que no fue vida sino agonía interminable.
Todo comenzó aquella tarde cuando Luz Rigores divisó a Balbirio Ruano esperándola al final de un surco. Eso fue por los primeros días de la siembra. La brisa bajaba indócil hasta las sementeras, cuando una bruma clara, cayendo desde la cumbre del lomerío, se abría con el corte de la ventolera. La mujer sonreía, y viéndola sonreír Balbirio la tomó entre sus brazos para luego tenderla en la hojarasca tibia. Ella susurró con querencia unas palabras. Tras cada palabra sintió el golpe de la sangre contra el pecho. En seguida le aumentaron los latidos por dentro. Y aquel roce compartido del comienzo se fue tornando suave vaivén entre la carne virgen. Una última palabra de Luz Rigores. Con la boca encendida, con los ojos brillantes, como cuando el éxtasis comienza a encumbrar la embriaguez de los sentidos. Entornó luego los párpados, apretó los labios y sintió un estremecimiento en las entrañas. Amoroso fue entonces el rumor del viento de Rustanza.
Después fueron las náuseas, los delirios, la reciente esperanza pugnando contra el miedo. Apenas entre niebla la imagen de las cosas, borrosas sus propias pesadillas, turbia la figura del padre. Siguieron las molestias intermitentes de los síntomas. Iban y venían los sudores, los mareos, las palpitaciones, los dolores punzantes dentro de ella misma. Comprendió que una presencia inquieta le nacía entre su carne. Entonces más se aferró a la vida por saber que en su vientre crecía la raíz de otra vida. Y buscó a Balbirio. Sólo para decirle que llevaba su simiente en las entrañas. En eso anduvo hasta sentir el cuerpo sobre la tierra como en el lomo de un animal cansío. Pero Balbirio no apareció más por aquellos lugares.
Así fue como el cuerpo de Luz Rigores se fue volviendo pleno. Se ablandaron sus muslos, se le juntaron pliegues ocres en la redondez de las caderas, le crecieron los pechos en el regazo donde el amor se espesa. Algo como zumo tibio le recorría las venas. El latir de la sangre fue templándole las manos, regándole una poca calentura en las turgencias. Y siguieron los días. Todos grises como nubarrones. Ella misma con otra vida encajada en su cuerpo. Vagó por los alrededores, oteó las nubes cargadas como vientres, lanzó cascajos en el agua del abrevadero. Hasta que por andar a solas con sus pensamientos se quedó sin fuerzas y el desmayo la tumbó sobre un montón de abrojos.
Así pudo haber sido. Como para que su padre, el mismo Rusco Rigores de tantos entreveros, al encontrarla en aquel trance, la reprendiera y luego la lanzara sobre la tierra removida. Es casi seguro que así hubiera ocurrido. Varias fueron las preguntas del padre. De la hija la única respuesta. De pronto la cara del hombre se plegó de muecas como las que preceden al desbordamiento de la ira. Ella lo vio sacudirse como animal bridado. Al punto fueron los golpes de zurriago, duros golpes detrás de los insultos, tan fuertes como azotazos de patrón malentraña. Y enseguida fue el grito abriendo brecha entre calcanapires y carrizos, hasta al cabo perderse en el vacío del aturdimiento.
Lo que sucedió después fue todo aquello metido en la penumbra del cuarto. Todo lo que Luz estuvo imaginando desde que el padre la arrojó entre las cuatro paredes y cerró bruscamente la puerta dejando el eco de sus reniegos allá dentro. Cerrada como quedó la puerta para la resignación y entreabierta para las maldiciones, con apenas un resquicio por donde escapaban los rebotes del llanto, o acaso los ruegos de la mujer en su emparedamiento. Penosas como fueron sus noches de tanto sentir los zarpazos en su sueño, de tanto ver en su sueño los ojos de Rusco Rigores, sesgados en bisojera torva, como atisbando con encono la traza de Balbirio Ruano.
Al comienzo fueron martillazos sobre la madera, palabras que clavaban la furia de Rusco en el travesaño de la puerta. Al mismo tiempo fueron el chirrido de los goznes y el ruido de la tranca. También el aire enrarecido, el olor a cuarto abandonado, el suelo frío. Las cosas necesarias para el castigo de tapiar en vida a la hija que el padre mal mentara. Después siguieron la voz de Rusco como zumbos de moscardones, las pisadas crujientes de sus botas, el asedio sin tregua. Y el miedo de la mujer encadenado a los pasos golpeantes. Todo lo que fue posible para el ahogo silencioso y lento. Mudo el sofoco de cada día, de cada noche, por haber sido su vida cada vez menos vida o cada vez más muerte. O vida con algo menos tras cada instante de sus días, porque entre aquellos martillazos y las injurias que al padre se le alborotaban en la boca, siempre estuvo el recuerdo rondando su tormento.
Entonces comenzó el hundimiento, el marasmo sin fondo. Pero Luz no renunció a su existencia mientras tuvo que velar su caída. Ni se atascó la soberbia de su padre porque él mismo se mantuvo a cuestas de su fiera índole, como animal cerril que gruñe en la borrasca. Y fue por voluntad del padre que sobrevino su derrumbe. Acaso ruina o despojo de mujer que fue toda trepidación bajo el deseo de un hombre que jamás conoció su desgracia. Aquel Balbirio que anduvo sin viaje de regreso cuando el amor se deshizo en caminos, en lejanas andanzas sin retorno. O tal vez senderos por donde Luz nunca pudo encontrarlo porque entonces se le llenaba de barañas el sueño. Y la imagen de Balbirio se le apareció en sus extravíos cuando tuvo que recoger el dolor en su memoria. Y viéndolo a medialuz no pudo oír sus palabras ausentes. Y mientras ella lo veía, él contemplaba lo que podía ser el señuelo de su propio remordimiento,
En eso estuvo ella, a solas con sus palabras húmedas, hasta que los ojos de Balbirio se fueron convirtiendo en dos brasas redondas cada vez más distantes, nada más porque en la oscuridad siempre asomaba Rusco, el padre en constante acoso, sus pupilas en sesgo, sus rezongos sin sonido como los que se escuchan en los sueños sordos. La mujer quiso seguir los rastros de Balbirio para mostrarle el fruto de lo que fue su entrega. Pero la noche oscureció su rumbo. Y no era bueno el trayecto para la busca cuando tuvo que vivir entre sueños.
También la esperanza de Luz se fue acabando de tanto apretujarse entre sus pensamientos. Fue más pesada la carga de los días, más doloroso el escozor de la condena, como para que la pena se le hiciera una zozobra lenta y la vida se le desbaratara en gajos de muerte cenceña. Fue ese el deseo del padre cuando le dio el castigo, queriendo así borrarle, como decía, todo vestigio de impureza. Pero si ella tuvo que afrontar la condena fue porque no quiso despertar alguna vez con el vagido de una vida rota. Y luchó por dar vida a otra vida. En ofrenda por dentro y en carencia por fuera. Hundida una criatura en su vientre y ella aterida en su sombra. Y su sombra fue aquella soledosa pena que le había dado el padre porque su preñez le causaba una afrenta. O el agravio que el padre no soportaba y todo el tiempo devolvía en escarnecimiento, para grima de su propia herencia o para humillación de la sangre que manaba en la conduerma y salpicaba la indignación sin freno.
Y siguió en la caída a sabiendas que su tránsito se iba haciendo de greda resbalosa, o de tierra desmoronada bajo los aguaceros, o de lama arrastrada por aguas en creciente. Sin saber si aquello era la correntía de la vida misma o el rumor tapiado entre sus sueños, como aquél en que el padre, estrujándole el vientre, le gritaba que no tenía vientre sino una bolsa inflada de impureza, amarrada hacia abajo con hebras de coyunda para que las culpas la pudrieran por dentro. Y le dijo que por eso no tendría hijo sino cría como los quirquinchos. Ella le respondía, desde el costado menos incierto del ensueño, que su vientre era el lugar donde anidaba el aura de una vida nueva. Y miró el rostro de Rusco convertido en máscara bermeja, con los ojos brotados como granos de fuego. El arrebato del padre estremeció la semilla sembrada en el claustro materno. Al momento la mujer sintió el golpe de zurriago contra el pecho para que allí se le juntara el resquemor con el abatimiento. Pero Rusco Rigores era hombre de sobrevientos, y por colérico despertaba lanzando pestes y maldiciones, con juramentos que plagaban los arrabales del infierno.
Mientras fue necesario la mujer siguió en medio de una marea oculta, o de un abismo sin fondo, o de un laberinto sin salida, porque fue terca la voluntad de no abrirle la puerta a la aflicción que le había dejado el desconsuelo. Muchas veces palpó su preñez. Sintió cada vez más lleno el vientre, más hinchada la carne, más blanda la juntura de los muslos, el escalofrío plenando de temblores su desnudez más íntima. Y fueron sucesivos los días de sofoco, las noches en vigilia. Hasta que sintió las puntadas que vinieron de adentro. En ella misma como ramalazos. Comprendió que era aquella una señal recibida en justo momento, en anuncio de un ser que apremiaba la luz y buscaba la salida con natural impulso. El vástago pronto se desprendió de lo que lo sostuvo. Lacerante fue el pasaje del descenso. Un dolor agudo, más punzante que las desgarraduras de toda su existencia. Y en la turbación se movió el pequeño ser en sus entrañas.
Así comenzó el recorrido. Bajó entre las aguas que le dieron calor desde que fuera embrión apenas. Sin detenerse siguió por brecha libre, andó el cauce abierto en el desgarro de la carne. La mujer soportó el movimiento del fruto desprendido. Desde la matriz hasta el plexo que desemboca en la vertiente montesina del pubis. Las lágrimas le mojaron los ojos cuando no pudo mirar la humedad derramada, ni aquello que brotó como de nuez partida y rasgó su cuerpo como si en el carril que va del vientre al mundo se hubieran amontonado puntas de guijarros. Y la criatura surgió invicta en el trajín del alumbramiento.
No supo Luz cuando se abrió la puerta. Pudo haber oído en el umbral del desvanecimiento unas botas crujientes en el cuarto. O haber creído que eran trancos que recorrían las veredas ya estrechas de su sueño. Pasos con prisa, como soñados en un tiempo breve. O tras los gritos haber pensado que Rusco se llevaba a escondidas el llanto del recién nacido. Pero fue al despertar cuando vio la puerta trancada como siempre. Ella acostada en la estera sobre el suelo. Consigo solamente el olor a sangre derramada, la flojedad de brazos y rodillas, las manos con color de almagre. Pudo haber oído algo parecido al lloriqueo de un niño desnudo a la intemperie, amamantado con leche de la luna que jugaba en la parvulez de sus pestañas.
Al principio los gritos fueron cortantes como filos de esparto. Después se hicieron blandos y distantes a lo largo de una pendiente sin rellano. Y fue continuo el despeño porque Luz no encontró razón en detenerlo. Y por no contenerlo los sollozos del hijo se fueron prolongando, se tornaron lloros cada vez más lejanos hasta perderse en los riscos de los agostaderos. Pudo haber sucedido que el hijo se extraviara entre los crestones de Rustanza, arrastrado quizás por el orgullo de quien vio en él la marca viva de la deshonra, y no encontrara lugar para el regreso porque alguien le cerró el camino, y se quedara con los ojos mirando el vuelo de los gavilanes bajo las crines plomizas de las nubes. O no haber regresado por haberse dormido, con los ojos abiertos para siempre dormidos, entre los retamales que crecen en lo más hondo de los desgalgaderos de Rustanza. Es de creer que así hubiera ocurrido. Pero Luz jamás lo supo porque no tuvo vista con que mirar otras sombras fuera de su cautiverio.
Desde entonces se hizo calma pesarosa lo que fue ansiedad de su espera. Sucedieron las noches a los días en la bruma de su encrucijada. Entre días y noches se le alojó el desvelo o lo que fue inquietud metida en sus malos sueños. Y se detuvo demasiado en desandar el trecho cuando un tiempo sin tropel ni prisa resbalaba también en su caída. Angosto y prolongado aquel derrumbamiento sin rastros ni sonidos, como anudado a la larga agonía desde que se fueron apagando las voces, los golpes de zurriago, el retumbo distante de los gritos. Y desfalleció después del alumbramiento para que la desgracia empotrara la agonía en su cuerpo consumido. Y la vida se le quedó sin nada, flotando en el vacío, sin voluntad con que arrancar las espinas clavadas para siempre en su vida. Marchita como quedó su vida por haberse engarzado la desdicha en los escombros que le dejó el castigo.
Aquello no fue bastante todavía. La fiebre le creció con tiritera a veces enervante, a veces apacible. Y lloró entonces como para que las lágrimas le enjuagaran la dolencia, o tal vez el suplicio, o algo parecido al estrago que le causaba aquella pesadumbre. Y en cada noche el recuerdo la sorprendía mal dormida en el sueño por causa del trastorno que le daba la fiebre cuando en su cuerpo se amontonaban espasmos y dolores. Eso le bastaba para oír las palabras que ella imaginaba sin siquiera decirlas, o sin saber que las decía cuando le hablaba a Filpa Rigores, su madre difunta, con voces insonoras, como encerradas en la bóveda del pensamiento.
Dime, maita Filpa, ¿por qué no has venido a verme entre estas paredes que lo que hacen es darme sofocones? ¿Es que todo lo que ha de darse en estas tierras es para secarle las lágrimas al prójimo? ¿No puedes pedirle un poco de piedad a mi padre demontre, ni puedes aplacar su enojo y hacer que se sosiegue? ¿Por qué tanta fiereza contra mi desamparo? Eso tienes que decirle tan pronto como puedas ¿O es que acaso no traigo cuentas en tu mundo ni tengo para ti ninguna valedura?... Te pido que me oigas para que no digas que te molesto y canso cuando lo que quiero es recordarte las cosas que no quiero que olvides... Sólo espero que te repongas y levantes tu cuerpo del fondo de esa tierra dura. Te hablo para que dejes un poco ese descanso que nunca se te acaba. Ven cuanto antes sin esas demoranzas tuyas, para que veas a tu marido apestoso de rabia cuando me maldice y ni siquiera esconde lo que tu sabes que tiene de mal hombre. O para que me veas con ganas de salir de este secuestro y acostar mi cuerpo a la vera del tuyo. Allá donde la brisa ventea sobre el monte y le lleva silbos de duendes al silencio... No me preguntes lo que he vivido en este tiempo. Sabes que no es bueno contar lo que el recuerdo trae con quebrantos, si por lo mismo entiendes esta sofocación, este ardor en mis ojos apagados y secos, un poco más nublados que tus ojos dormidos. Todo el tiempo sintiendo la medrana metida en mis espantos porque mi padre siempre se baja del camastro armando broncas y bullangas, con rezongos que asustan a las propias ánimas del purgatorio, gritando que por mi culpa nunca ha levantado la cara sin sentirla sucia de vergüenza. Toda la vergüenza que se achica en la boca de mi padre cuando se le atascan las insolencias en la lengua. Y bota por la boca el alboroto de su pendencia cuando grita que me ha dado el castigo para que me sirva de escarmiento. Búscalo y dile que ya es hora de que deje sus reyertas. Por lo que más quieras. En nombre del amor que no has podido darme por causa de tu ausencia.
Los días le apagaron el fogaje en el cuerpo, le abatieron los párpados, le bebieron el llanto. Tan sequizo su llanto como el que baja por las mejillas de los moribundos. Mustios quedaron sus ojos por tantas visiones en sus sueños magantos. Grande como fue su abismo, estrecha como fue su esperanza, en aquel tiempo tardo que nunca concluía, anclado en el légamo de lo que se había ido. Como los años de aquellos lugares terregosos que se llenaban de celajes cuando se alargaba el resol en la cuaresma. Allá donde el verano atrochaba con bulla de ventarrones. Más lejos de los derrumbaderos de Campeare, algo más allá de las cumbreras de Jaulagua, camino de Catuaro hacia Campoma, más cerca de Cundeamor que de Clamores, entre aquellos farallones colmados de soflama, más cerca todavía del paraje donde la madre, en ruego a todos los santos y poderes, se persignaba con el aura del viento, rezaba sus oraciones sin palabras y elevaba sus preces insonoras hacia los cielos de Rustanza.
Luz oía el vuelo de la brisa en corriente quejumbrosa. Consigo sólo quedaba el murmurio de su voz cansina. Enronquecida como se había quedado a fuerza de clamar sus delirios. Era la voz acompañada por el resuello que languidecía. Sentía entonces que se le terminaban las palabras de tanto conversar con ella misma.
Maita Filpa, ven a buscarme. Asómate siquiera a la pesadilla de quien va dejando de ser la hija de un mal padre. Por lo que más quieras. Ven a sacarme de este cuarto que por hondo parece socavón traído de los desgalgaderos de Rustanza. Eso no más te pido porque sé que es muy poco lo que puedes darme. No te asustes con los arrebujos del viento. A mi me gustan porque espantan los retumbos de mi padre. Aquí te espero para oír lo que debes decirme si alcanzas a decirme cómo poner mi tristeza cerca de la tuya. Si es que logras hallarme en la oscurana. Si es que puedes seguir el trote cansoso de las recuas. No olvides apartar las ortigas del camino. Pero pídele a Dios, o al santo aquel que guardabas en tu santuario de breñas, que empareje tus pasos con mis ganas. Y acuérdate que el camino es disparejo, así como yo he sido de suerte y desventura... Si vieras estos moscos grises rodeándome la cara. Si pudieras espantarlos para que veas estos nublos que empiezan a meterse en mis ojos. Parecen nubes que poco a poco se oscurecen. Y se hacen tan oscuras que pintan en tu cara unos lunares tristes... ¿Sabes, Filpa?, creo que estoy llorando, o más bien remedando tus lloros, porque ahora descubro esta manera mía de sollozar llevando tus palabras en mi llanto, y todavía me acuerdo que palabrando tú misma te secabas las lágrimas cuando no conseguías imploración que cruzarle a las canseras que te daba mi padre Rusco en sus arranques bruscos. Pero mi llanto es ahora calmo, con reposo. De otro modo no oyera esos sollozos tuyos...Vamos, comienza a rezar que ya es tiempo de decir oraciones como antes lo hacías. Empieza por la que habla de nuestro perdón a nuestros deudores. ¿Todavía te acuerdas de la oración aquella de la Alta Corona, o la de la Pureza de la Niebla, o la del Tránsito Eterno, o la del Rosario de los Afligidos? Cualquiera es buena para mi consuelo, si es que puedes consolarme ahora. O de aquella de la Santa Vestidura que bien sirve para que los ojos de mi padre no te vean, para que sus manos no te toquen, para que sus pies no te alcancen. O de esa que comienza y acaba ensartando rezos tristes que tú llamabas del Buen Morir o del Ultimo Ruego. Es la que más me gusta por su letanía de quejas y dolores. Por favor, dímela, que es buena para mis menesteres. Me figuro que los ruegos de los sueños alguna vez llegan al cielo... Estas cuatro paredes que me asfixian cuando más quiero oír tu voz colgada del silencio. Ya es hora de que vengas. Te pido que te apures porque ya es tiempo de terminar mi conversa en este último sueño... Ahora y en la hora...
Afuera el viento soplaba sobre los retamales. Luz Rigores se quedó al fin callada, inmóvil como estuvo, sin fuerzas con que decir una última palabra en la caída, oyendo resonar la plegaria distante de la madre. Sangre que se consume, aliento que se extingue, palabra que se acaba (...Ruega, Señor, por ella...). Un nudo de repente le apretó la garganta. Sintió algo como coágulo salobre debajo de la lengua. Una vez más trató de oír lo que hablaba la madre, sabiendo que Filpa conocía todos los atajos por donde trajinaba la muerte con sus malos remiendos. Bien como sabía Filpa lo que era perder el rumbo cuando no había otro rumbo por donde andar con un costal de abrojos. Y le habló a Luz con palabras hechas para la paz de la agonía. Tres veces beso la tierra con humilde devoción (...Ruega, Señor, por ella...). Le habló también con piedad y providencia. Para que tu alma no se pierda ni muera sin confesión (...Ruega, Señor, por ella...). Pero Luz sólo oyó ecos de lejanía metidos en su sueño. Consumado su sueño en el eclipse de su cuerpo vencido.
La mujer sintió la mano de la madre que le palpaba el vientre. Y los dedos que resbalaban por sus ojos dormidos. Tanto tiempo con los ojos dormidos que había olvidado las estrellas del cielo. Quiso seguir entonces los pasos de la madre, aferrarse a sus rastros, rondar con ella los campos de Rustanza, detenerse con ella en la sombra terminal de aquella travesía. Y corrió en su busca cuando tuvo que abrir los ojos en la noche desierta. Pero siguió dormida. Y sintió que su sueño se le volvía cenizas, o polvo de túmulo deshecho, o niebla esparcida por cortejo del viento. De nuevo quiso emprender la marcha. Pero por última vez la venció el sueño. Y no volvió a despertar porque soñó el recuerdo de una hebra de luz que alumbró sus dos pupilas muertas.
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