sábado, 22 de agosto de 2009

Ciudades sin civilización



ANTONIO MUÑOZ MOLINA 22/08/2009


No puede haber civilización sin ciudades", escribe Saul Bellow, "pero hay ciudades sin civilización". Él se refiere a Chicago, la ciudad de los terribles inviernos sin misericordia de la gran Depresión; yo leo la novela en la que vienen esas palabras, The Adventures of Augie March, una mañana de agosto, en Madrid, sentado al fresco de los plátanos y los magnolios gigantes del paseo del Prado, que es una de las islas más indudables de civilización que pueden encontrarse en una ciudad europea, y por donde paso tantas veces camino de algunas de las instituciones más civilizadas que conozco: el Museo del Prado, la Real Academia, el Thyssen, el Botánico, el Reina Sofía, las librerías de viejo de la cuesta de Moyano, sin olvidar el añadido más reciente, la extraordinaria sede de la Fundación La Caixa, con su jardín vertical y sus viejos muros de ladrillo como suspendidos en el aire, una nave industrial de hace un siglo levantada sin peso en la ciudad del presente.
Le Corbusier y sus discípulos alumbraban el camino del porvenir, que más que un camino era una trama de autopistas
Hasta bien entrado el siglo XX las tecnologías del transporte colectivo se integraban sin quebranto en el tejido de las ciudades
Uno de los rasgos de la civilización es que siempre es más frágil de lo que parece y siempre está amenazada. Un poco más arriba del paseo del Prado y del de Recoletos se abrió en la ciudad en los primeros años setenta el cráter imperdonable de la plaza de Colón, que no es una plaza sino un descampado sin alma de torres especulativas y tráfico como de autopista, con algo de urbanismo apocalíptico suramericano.

En el paseo del Prado y en Recoletos se puede caminar siempre al amparo de los árboles: en Colón uno se ve arrojado a una intemperie de sol homicida o de vientos invernales, arreado en manadas para cruzar a toda prisa los pasos de cebra.

La llamada plaza de Colón es una muestra infame de lo que estaban haciendo con las ciudades los planificadores, los teóricos del urbanismo y los grandes expertos en los años sesenta y setenta, cuando la capitulación institucional ante los intereses de los especuladores y de los fabricantes de coches aún se revestía con la máscara conveniente de la modernidad, del progreso implacable.

Le Corbusier y sus discípulos alumbraban el camino del porvenir, que más que un camino resultaba ser una gran trama de autopistas. Hasta bien entrado el siglo XX las tecnologías del transporte colectivo se habían integrado sin quebranto en el tejido de las ciudades y habían contribuido a su expansión orgánica: las líneas de metro y de tranvías permitían el nacimiento de nuevos vecindarios hechos a la medida de los pasos humanos; los tranvías circulaban con la misma eficacia por las calles sinuosas de los cascos antiguos y por las perspectivas despejadas en las que las ciudades se abrían al campo.

Cuando yo llegué a Granada, en 1974, acababan de clausurarse las líneas de tranvías, que comunicaban el centro de la ciudad con la Vega del Genil y con las estribaciones de Sierra Nevada. En Granada todavía quedan nostálgicos del tranvía de la Sierra, construido por un ingeniero ilustrado que se llamaba Santa Cruz, al que fusilaron los matarifes falangistas en el verano de 1936. Uno tomaba el tranvía en una acera arbolada de la ciudad y subía en él por la orilla del Genil hasta las laderas colosales del Veleta.
Los terribles expertos dictaminaron que cualquier obstáculo que se interpusiera a la circulación de los coches merecía acabar en los mismos basureros de la Historia a los que según Trotski estaban condenados quienes se resistieran a la revolución soviética. Para el advenimiento de la nueva civilización las ciudades resultaban un enojoso obstáculo. No sólo estaban hechas de calles estrechas y de edificios vulgares agregados a lo largo de épocas diversas: también estaban habitadas.

Y la gente que las habitaba vivía y trabajaba en un desorden que sacaba de quicio a los entendidos, partidarios de que cada cosa se hiciera racionalmente en su sitio, de acuerdo con los planes utópicos que ellos mismos diseñaban, llenos de preocupación paternal por el bienestar de ese populacho, pero poco amigos de observar de cerca cómo eran sus vidas. El remedio contra los males, desde luego verdaderos, del hacinamiento y la pobreza, era el derribo, y tras él la autopista y la imposición del coche. A la destrucción de los barrios populares de Nueva York el planificador urbano Robert Moses le daba un nombre inapelable, aunque también involuntariamente siniestro: "La guadaña del progreso".
En los primeros años cincuenta la guadaña del progreso se disponía a llevarse por delante algunos de los lugares más civilizados de Manhattan: una autopista de diez carriles iba a atravesar el Soho, Little Italy, Chinatown y el Lower East Side.

Uno nunca llega a saber de verdad lo precaria que es la civilización, lo peligroso que es dar nada por supuesto: para agradecer de corazón la delicia de pasear por Washington Square, distraerse mirando a los músicos o a los saltimbanquis callejeros o a los jugadores de ajedrez, sentarse en el césped y distinguir las primeras torres de la Quinta Avenida por encima de las copas de los árboles, conviene tener presente que todo eso estuvo a punto de ser destruido hace ahora cincuenta años, porque justo por ese lugar Robert Moses había decretado que pasaría otra autopista. La guadaña del progreso no actúa por capricho: si el tráfico ha de fluir a tanta velocidad como sea posible a través de la isla, lo racional, lo inevitable, es abrirle paso.
Washington Square no fue salvada por ningún arquitecto. Ningún experto en urbanismo alzó entonces su voz contra lo que hoy nos parece un delito inconcebible. Washington Square existe ahora gracias a una mujer, Jane Jacobs, tan poco experta en nada que ni siquiera tenía un título universitario. Vivía cerca, en la calle Hudson, en el corazón del Village, y llevaba a sus hijos a jugar a la plaza. Sus primeras camaradas en la sublevación urbana fueron las madres de los amigos de sus hijos, "unas cuantas locas con carritos de niños", según dijo Robert Moses, con la furia despectiva de los grandes expertos cuando alguien sin más cualificación que el sentido común se atreve a llevarles la contraria.

En 1961, cuando Washington Square y las calles del Village ya no corrían peligro gracias al movimiento de rebeldía iniciado por ella, Jane Jacobs escribió su hermoso manifiesto en defensa de las ciudades caminadas y vividas, The Death and Life of Great American Cities. Murió el año pasado, una anciana diminuta y bravía comprometida hasta el final en la defensa de esa forma frágil y necesaria de vida en común que es la civilización y que no puede existir sin las ciudades.

Un libro recién salido -Wrestling with Moses, de Anthony Flint- cuenta la crónica de su rebelión y conmemora su legado. En el corazón desventrado de Madrid, lleno de zanjas y de máquinas empeñadas en obras demenciales por culpa de un alcalde ebrio de megalomanía y de despilfarro que ahora amenaza insensatamente el paseo del Prado, yo me acuerdo de Jane Jacobs y me pregunto melancólicamente si sería posible aquí una rebelión como la suya, un levantamiento cívico que salve a Madrid de expertos y de políticos y de especulares y le permita ser una ciudad civilizada.
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sábado, 8 de agosto de 2009

Rastros subjetivos de nuestra Cultura

Venezuela tiene una fuerte raigambre española,influencia africana e indígena y de los EEUU,que a su vez la tiene de Alemania e Irlanda.
Desde el cabito,y en la formación de Bolivar hay un fuerte componente francés.
Nuestro contacto permanente con Colombia,emigraciones libanesas,las relaciones con Cuba y Méjico,la presencia judía,etc han conformado una identidad propia que ademas tiene el componente marxista que heredamos de Romulo Betancourt cuando comenzó con el antecesor de Acción Democratica,el ORVE ,y algo de la República española de emigrantes de la oleada Perez Jimenista,(que tuvieron un gran peso en Méjico),y desde luego de Italia y Portugal
Bien,para ir revisando la conformacion cultural de nuestra Venezuela actual estos artículos de Babelia del Pais nos pueden ir ayudando:
Joaquín




CRÍTICA: RELECTURAS
La brecha de 'Petersburgo'
ENRIQUE VILA-MATAS 08/08/2009


Andréi Biely escribió una de las obras mayores del siglo XX, cuyo centro es el lenguaje y la necrópolis moderna
Petersburgo, La palabra quedó suspendida en el aire, solitaria, única. Nadie en el plató de televisión podía negar haberla oído. Como de pasada, la había dejado caer Nabokov al nombrar por sorpresa las cuatro obras maestras de la prosa del siglo: "Son, por este orden, Ulysses, de Joyce; La metamorfosis, de Kafka; Petersburgo, de Andréi Biely, y la primera mitad del cuento de hadas de Proust En busca del tiempo perdido".
Petersburgo
Andréi Biely
Traducción de José Fernández Sánchez.
Alfaguara. Madrid, 2002
360 páginas. 15 euros.


Puede incluso llegar a sorprender más de lo que pudo hacerlo cuando, con su acento vanguardista, apareció en 1906
Mezcla estrambótica de humor oriental y trascendencia, siempre próxima a estallar, como la bomba contra el senador
¿Petersburgo? ¿Quién era Biely? Corría el verano de 1965, y en aquellos días todavía existía un cierto interés por esta clase de inocentes asuntos. Grove Presse no tardó en reeditar, a los pocos meses, aquella misteriosa y casi olvidada novela rusa de 1906. Pronto se supo que, aunque había sido adscrita inicialmente por los críticos de su tiempo a la corriente simbolista, Petersburgo jamás se había distinguido por ser una obra fácil de clasificar. Y por sus experimentos con el lenguaje y su intento de abarcar la vida cotidiana de una ciudad entera, hasta había llegado a ser considerada como el Ulysses ruso. A mí me parece que es una de las novelas más extrañas y complejas que se han escrito nunca. La he releído estos días y no influye en lo que digo el estado de ánimo con el que abordara este libro el 6 de octubre de 1981 cuando comencé a leerlo por primera vez y aún me sentía bajo los efectos narcóticos de varios ensayos franceses que lo situaban en la cima de la complejidad universal. Asombra ahora, al volver a leer Petersburgo, no sólo esa complejidad -tan admirable, sin duda-, sino la desbordante facilidad técnica con la que Biely superpone en el libro varias capas de interpretación y sobre todo la facilidad -propia de un genio- con la que sabe reunir tanta exuberancia de imaginación y verbo en un espacio urbano a fin de cuentas tan limitado como mortal, pues la gran ciudad de la Perspectiva Nevski se alimenta sólo de un gran ideal o, mejor dicho, de una moda.
-¿De qué moda?
-¿Quiere que la defina con palabras? Es como un ansia general de muerte; me emborracho con ella.
Sin perder el humor, Petersburgo dramatiza en clave de palimpsesto esa ansia general de muerte y poetiza el fin de un lenguaje (que Biely manipula a fondo) y de una cultura que se agota ante nuestros propios ojos. El lenguaje y la necrópolis moderna parecen los centros de la narración. Pero no se sabe cuán realmente importante es el argumento. Porque Biely, al igual que sus maestros Shklovski y Eichenbaulm, era un teórico literario que distinguía entre fábula y trama. Para Biely, la fábula era el argumento, mientras que la trama era el modo narrativo que agrupaba los hechos contados. Y la fábula o pretexto para fraguar Petersburgo es sencilla, pariente lejana de Los demonios de Dostoievski: el frágil y joven pensador Nikolai Apolónovich recibe la orden de atentar con bomba contra su propio padre, el senador zarista Apolón Apolónovich Ableújov, de quien Biely nos dice, con pronunciada ironía, que es de ilustre procedencia, pues "tenía en sus orígenes a Adán".
Seguramente no cuenta demasiado en este libro la fábula y sí, en cambio, la trama, entendida como una forma, como un modo de contar, tal vez un modo tan desaforado como sutil de llevar la contraria a una cierta línea recta ortodoxa, occidental. Releyendo Petersburgo, he recordado unas palabras del diario de Eichenbaulm: "Shklovski está en lo cierto cuando dice que deberíamos escribir de nuevo libros incomprensibles como el zorro que gira bruscamente a un lado mientras que el perro continúa su búsqueda todo recto". De hecho, estas palabras ya resuenan como un eco al comienzo mismo de la novela de Biely: "La Perspectiva Nevski es (debo decirlo) rectilínea, siendo como es una avenida europea". Atamos cabos. Aunque, si lo pensamos bien, ¿acaso no estamos en Oriente? ¿Por qué tendría que ser tan recta la Perspectiva? En la trama, la gélida ciudad de Petersburgo y su gran avenida, así como el sonámbulo deseo de parricidio y el ansia general de muerte, actúan como pretexto para hilar un discurso de novela policiaca, pero también de novela mística (a la que no le faltan los mundos paralelos), de novela política, de novela intertextual, de novela de corte vanguardista, y hasta de novela de costumbres. Es un libro palimpsesto que hoy, habituados como estamos a la plaga de novelas planas que nos invade, puede incluso llegar a sorprender más de lo que pudo hacerlo cuando, con su acento vanguardista, apareció en 1906 en Rusia.
En Petersburgo, que anunciaba una promiscuidad de géneros que más tarde se abriría camino en la narrativa del siglo, se superponen numerosas escrituras, consecuencia de la visión que Biely tenía del arte: una visión como de anamnesis, de invasión de la conciencia artística por un superconsciente, de especie de desposeimiento de uno mismo. Sabiendo esto, quizá no nos resulte tan extraño que Biely sufriera en 1911, en Sils Maria, sobre el peñasco en que Nietzsche había tenido la intuición del eterno retorno, una especie de gran crisis nerviosa. Había experimentado el ascenso incandescente de las "lavas del superconsciente". ¿Se separó de sí mismo? Todo indica que, a través de una fría ecuación intelectual, llegó a experimentar la misma apertura de mente que pueden facilitar ciertas drogas que logran nuestra conexión completa con el cosmos. Por una brecha de su cerebro entró el mundo exterior, entraron los vivos y, sobre todo, una legión de muertos.
El artista, aquel que sabe percibir algo superior a su realidad, se exilia de sí mismo y el magma supranatural penetra impetuosamente en él. Esta sensación de apertura, de fisura o de hueco, la describe Biely con frecuencia. En ella se inspiran varios episodios de Petersburgo: es el tema de la brecha que, al final del capítulo tercero, se forma en el cerebro del senador: "Algo, con un rugido semejante al del viento en la chimenea, succionó rápidamente la conciencia de Apolón Apolónovich a través del boquete azul del parietal: hacia más allá del infinito".
Creo que nunca mi propia risa de lector ha llegado a conmoverme tanto. Mezcla estrambótica de humor oriental y trascendencia, siempre próxima a estallar, como la bomba contra el senador. La grieta, la fisura sobrenatural, la rotura, son imágenes cardinales en la temática de esta nerviosa novela. Como texto policiaco, Petersburgo gira en torno al posible atentado parricida y desgrana lentamente una acción inmóvil, de suspense y horror y, en definitiva, de angustiado eterno retorno. Como novela política, no está del lado de los terroristas, pero tampoco simpatiza con los poderosos; las mismas pesadillas atormentan a unos y otros, y todos son agentes de destrucción, del mismo modo que Apolónovich padre y Apolónovich hijo son la misma cara de la misma moneda, o de cierta promiscuidad fisiológica: el uno imagina a su padre durante la cópula, y el otro sueña en abrir un agujero para espiar a su hijo.
Como novela intertextual (como novela de recapitulación de los temas esenciales de la biblioteca de su patria, porque también todo eso es Petersburgo) es simplemente extraordinaria: Gogol, Pushkin, Dostoievski, Lermontov, Chejov, están discretamente presentes en la trama que resume, en un no menos discreto pero efectivo plano secreto, la historia de la línea más noble de la gran narrativa rusa. Como novela mística, por su parte, ofrece seguramente la cara más interesante y la más alucinante de este palimpsesto. El hombre es un vestigio de otra cosa. Biely alude a las otras realidades y a huellas olvidadas. Y con una prosa rítmica que nos embruja hace avanzar su endiablada trama, es decir, su modo o forma extraña de estructurarlo cósmica y mentalmente todo; su modo de conducirnos con severidad -puntuada por un narrador irónico, cervantino- hacia esa ruina general en la que ya estábamos instalados, sin saberlo, antes de comenzar a leer tan grandísima obra maestra.



(A partir de ahora al final de cada artículo esta el link para continuar leyéndolo)




ENTREVISTA: MUSICA - Entrevista Matthias Goerne
"La obsesión por la audiencia acabará matando el arte"
JAVIER PÉREZ SENZ 08/08/2009

El barítono alemán ha dado un lugar preeminente al lied en su carrera, dejando la ópera en segundo plano. Critica la excesiva superficialidad de otros cantantes en busca del éxito rápido y tiene una receta para la crisis: la excelencia
Ni le obsesiona el éxito ni está dispuesto a perder su independencia artística. Desde muy joven, el barítono alemán Matthias Goerne (Weimar, 1967) lleva las riendas de su carrera con rigor y sentido común, cualidades que hoy parecen haber perdido muchas estrellas emergentes de la ópera que se han apagado antes de tiempo por perseguir el éxito a toda costa. Goerne hace exactamente todo lo contrario. De entrada, mantiene la ópera a dieta en su agenda: el lied es su medio de expresión natural y prefiere la intimidad del recital, lejos de las presiones que impone el mundo de la ópera. "Los jóvenes cantantes son como cometas, tienen talento pero se queman antes de tiempo por no resistir la tentación del éxito fácil y rápido", afirma recordando que la única forma de sobrevivir es diciendo no a las presiones de teatros, agentes artísticos y discográficas. El próximo 25 de agosto acudirá fielmente a su cita en la Schubertiada de Vilabertran (Girona), único festival español consagrado al legado de Franz Schubert y sus contemporáneos románticos.



Cantará lieder de Schubert, su compositor fetiche, junto al pianista Alexander Schmalcz. Unos días después, el 2 de septiembre, actuará en la Quincena Musical Donostiarra como solista de los malherianos Kindertotenlieder, con la Joven Orquesta Gustav Mahler dirigida por Jonathan Nott. Detesta la superficialidad en la música, advierte de que "la obsesión por la audiencia acabará matando el arte" y habla con orgullo de su dedicación al lied. "Amo el lied por encima de todo, pero más allá de los géneros, lo que busco es mantener pura la esencia del canto, que no es otra cosa que emocionar al público con la música y con lo que se dice a través de ella".











MARCOS ORDÓÑEZ 08/08/2009

Georges Lavaudant ha emprendido el reto de montar en un solo espectáculo las obras de Sófocles sobre el rey de Tebas, Edipo rey, Edipo en Colono y Antígona. Una versión con hallazgos admirables, pero poca emoción

Edipo, una trilogía, el nuevo espectáculo de Georges Lavaudant (se estrenó en el Matadero, ha recalado cinco días en el Grec y se verá en Mérida del 12 al 16 de agosto) es un reto-remix: contar la saga de los Labdácidas (Edipo rey, Edipo en Colono y Antígona) en dos horas y cuarto. Hará dos o tres años, Pasqual realizó una operación similar, Edipo XXI, que algunos maliciosos rebautizaron como Edipo XXL. "El peligro de la tragedia", dice Lavaudant, "es el pathos. El actor no tiene que aportarlo: la violencia, las emociones, ya están en el texto". Bien está, desde luego, no desmelenarse ni aullar a cada dos frases, pero un poco menos de hieratismo y un poco más de voltaje emocional no le hubiera venido mal a este espectáculo, por otra parte cuajado de resoluciones admirables. Para empezar, la traducción y la clara (aunque microfoneadísima) dicción de los intérpretes. La espléndida versión es un trabajo de ida y vuelta, a cuatro manos. Daniel Loayza ha vertido el texto de Sófocles (de un lirismo seco, antisentimental) del griego al francés, y Eduardo Mendoza del francés al castellano. Las palabras brillan sin tintinear, como piedras bruñidas por el agua y recalentadas por el sol. Jean Pierre Vergier firma escenografía y vestuario. Un cine abandonado, una pantalla, sillas de terciopelo rojo, un proyector que parece una máquina de guerra. Imágenes en blanco y negro. Una ciudad de altos edificios, vacía, con perros vagando por las calles. De cuando en cuando aparecen estampas incongruentes, como si se les hubieran mezclado las diapos: un cenicero con colillas humeantes, una tacita de café sobre un mapa de Grecia: Lavaudant sabrá. El rostro de Tiresias (Miguel Palenzuela, un tanto campanudo) se agranda sobre el muro del fondo. Por suerte, el director no abusa de ese recurso














Los auténticos griegos del arte del África negra
FRANCISCO CALVO SERRALLER 08/08/2009



En la antigua Nigeria floreció entre los siglos XII y XV una civilización, la cultura Ife, en la que se realizaron esculturas en metal y terracota de una belleza asombrosa.
El crucifijo románico no era al principio una escultura", escribe André Malraux en el primer párrafo de su célebre libro El museo imaginario, "la Madonna de Cimabue no era al principio un cuadro, ni siquiera la Palas Atenea de Fidias era al principio una estatua". Esta advertencia de Malraux nos ponía en guardia no sólo sobre el filtro cualitativo con que el museo, institución contemporánea, modifica históricamente nuestra mirada, sino, todavía más, sobre el mismo concepto de arte, un invento griego que cuajó en la cultura occidental durante 26 siglos, que nos hace ver como especiales ciertos objetos, muchos de los cuales originalmente tuvieron otro destino y función.




Por muy obvia que parezca, es bueno traer a colación, de vez en cuando, esta advertencia, que nos recuerda que nuestra visión de las cosas no agota el sentido de las mismas, pues muchas veces no concuerda con la de quienes las crearon. Quizá el último choque de este tipo se produjo a comienzos del siglo XX, a propósito del llamado "arte primitivo", o, mejor, "arte primitivo de los pueblos contemporáneos", cuando se tomó consciencia del enorme tesoro patrimonial de unos pueblos a los que hasta entonces se les calificaba como "salvajes", una manera de decir que carecían http://www.elpais.com/articulo/arte/autenticos/griegos/arte/Africa/negra/elpepuculbab/20090808elpbabart_2/Tesistoria,

sábado, 1 de agosto de 2009

El año del cuento


ANA RODRÍGUEZ FISCHER 01/08/2009

Historias tradicionales, argumentos reescritos, narraciones vivas, directas e impactantes sobre la vida en la sociedad contemporánea llenan las librerías en un año próspero para los libros de relatos.
Que el microrrelato no es un fenómeno literario reciente, deudor de la atomizada sociedad posmoderna y bla, bla, bla... lo demuestra Eduardo Berti en Los cuentos más breves del mundo (Páginas de Espuma), un primer volumen antológico de dicho "género" que abarca de Esopo a Kafka. Hurgando en la tradición oral y folclórica del mundo entero, en la ficción didáctica y en las fábulas, en las facecias y los ejemplarios medievales, en los apotegmas o proverbios narrativizados, en apólogos y leyendas, en la prosa poética y el poema en prosa, e incluso en los embriones o apuntes preservados en diarios, epistolarios y cuadernos de trabajo, Berti reúne una amplia y variada gavilla de estas piezas, extraídas de las literaturas orientales, firmadas por los clásicos de todos los tiempos o por autores menos conocidos que nos sorprenden gratamente.

Es una pena, sin embargo, la exclusión de los microrrelatos escritos en lengua castellana (Berti aduce las múltiples antologías recientes, olvidando que éstas abrevan en lo novísimo), cuya inclusión mostraría su muy antiguo linaje y su coloquio con esas otras literaturas milenarias.


Después de Poe, el cuento moderno abandona su estructura circular y adopta una suave línea recta

Lispector explora las intensas sensaciones que depara la vida cotidiana o las impresiones que estampa la realidad
Quienes quieran explorarlas disponen de El espíritu del agua (Alianza Editorial): treinta y dos cuentos tradicionales japoneses que narran cómo el espíritu del agua convertido en anciano acaricia el rostro de los dormidos o cuentan otras historias hermosas e inquietantes protagonizadas por la doncella sin manos, el paipái mágico, el cortador de cañas de bambú, la hermana pájaro blanco, el chico melocotón, el yerno serpiente o el gorrión de la lengua cortada. En la mayoría observamos los tres rasgos más destacables de dicha tradición, según explica el editor del libro K. Takagi: la importancia del mar como elemento que condiciona la vida insular y del que brotan personajes y aconteceres; el protagonismo de la mujer en una sociedad agraria; y los finales tristes y melancólicos, símbolo del culto a la belleza perecedera.

Imelda Huang Wang y E. P. Gatón nos ofrecen una rica muestra de los Cuentos chinos del Río Amarillo (Siruela), los cuales, todavía rozando el mito, se remontan hasta la cuna de la civilización sínica y en su fluir dan cuenta de la multitud de dinastías que se fueron sucediendo y del imaginario colectivo de esa cultura. Nosotros los leemos prendidos a su encanto literario, casi mágico cuando la corriente del río se emborracha, las constelaciones llueven luz para poner coto a la tiranía, el viento tiene arrugas y enferma de vejez o el fuego sueña con calcinar el tiempo. Y también prestamos atención al mensaje político-filosófico y a la profunda lección de vida que transmiten.


Clásicos modernos

Justamente al servicio de la pedagogía filosófica pondrán los ilustrados y enciclopedistas del XVIII el cuento, género que por su maleabilidad y polimorfía se acopla con naturalidad a diversos discursos. Diderot los diseminó por toda su obra (en Jacques el fatalista, en los Salones y hasta en su correspondencia), convencido de que un ropaje narrativo o fabulesco aligeraba el mensaje aleccionador. Sus Cuentos (Ellago Ediciones) ofrecen una variada tipología: los hay galantes, morales, de hadas, filosóficos y escénicos o dialogados.

Con los personajes característicos de los cuentos de hadas y de las fábulas -niños, mendigos, ogros, leñadores, bufones, gigantes, príncipes-, las criaturas animadas de la naturaleza u objetos simbólicos -perlas, monedas- que de repente pueden cobrar vida -estatuas, cohetes-, y en espacios que propician la aventura o el suceso maravilloso -jardines, bosques, palacios, senderos, chozas-, Oscar Wilde construye bellísimos relatos impregnados de lirismo y portadores de un inequívoco mensaje aleccionador, condenando la injusticia, la avaricia, la tiranía y el orgullo, o ensalzando el amor, la bondad, la piedad, la generosidad, y cualquier otra conducta o sentimiento altruista. De estirpe tradicional, nos hablan directamente al corazón.

Los Cuentos reunidos (Lumen) de Sherwood Anderson son una excelente muestra de la obra del norteamericano en quien Faulkner reconoció al "padre de nuestra generación". Un buen número muestra la bronca y ruda vida cotidiana del agonizante Medio Oeste de entreguerras previo al proceso de industrialización y transformación al capitalismo, con el consiguiente trastrueque de valores, especialmente traumático y alienante en los adolescentes, cuyo punto de vista recoge admirablemente: con humor, cuando un joven relata la súbita pasión tan norteamericana por prosperar que se apodera de sus padres; con ingenua nobleza épica al retratar el mundo de las carreras de caballos con todo su prosaísmo poético (las cabañas de los negros que ríen y cantan, el olor a café y tocino, una pipa fumada al aire libre); o con decepción y desgarro en 'Soy un idiota' y 'El hombre que se convirtió en mujer'. Otros cuentos revelan cómo "la vida tiene formas de afearse" en las ciudades obtusas y muertas de Kansas o cómo los hombres de la periferia decadente de Chicago cavan pozos cada vez más profundos y alzan muros que los alejan del calor, la luz, el aire y la belleza. En otros, Sherwood Anderson se autorretrata como escritor: con mordacidad e ironía ('El triunfo de un moderno') o afirmando la crudeza de su personal poética narrativa: seca y escabrosa, ajena a la retórica al uso pero heredera de la oralidad.


Reescrituras

En la estela de los clásicos, la colección Remakes (451 Ediciones) se engrosa con dos nuevos tomos, muy desiguales en su calidad.

En After Henry James, partiendo de los famosos "embriones" que el escritor norteamericano dejó en sus Cuadernos -anotados en detalle o sólo esbozados en cuatro líneas-, siete escritores desarrollan algunos de aquellos argumentos nonatos. Quienes arrancan de una apuntación amplia y precisa apenas se desvían del embrión, salvo en la obligada actualización de los componentes del relato (como ocurre en el de Soledad Puértolas). Otros autores, sin embargo, nos ofrecen su personal forma de ser jamesianos. A través de dos primos descendientes de republicanos exiliados en México que se consideran Gemelos Mágicos y se ilusionan con ser dobles accidentales, Juan Villoro cuenta cómo uno de los jóvenes, para librarse de su secreto, decide cargar con el del otro, que le serviría de compañía. Si (en el esbozo jamesiano) la única seguridad de P. B. para salvar su matrimonio reside en mantenerse lejos de Francia, Andrés Barba enfoca una joven pareja ante su inminente traslado a Berlín, barajando las correspondientes expectativas de renovación, en un relato ambiguo y sugerente, que hurga en los sentimientos y repliegues de la interioridad. Molina Foix desarrolla una propuesta de moeurs littéraires en la figura de Golston Linacre, afamado escritor que descubre que bajo la firma de Mathias Crook y las demoledoras críticas que le dedica se esconde la mujer a quien ama. El volumen se completa con cuentos de Margot Glance y Javier Montes, entre otros.

Poe es el otro remake reciente. Un volumen cuyos cuentos van demasiado pegados a gatos negros, cuervos, Ligeias, mesmerismo, escarabajos de oro, cartas robadas, montañas escabrosas, mansiones Uxer , Marie Róget u otros elementos tan poderosos como emblemáticos de la obra del maestro del terror y del suspense policial. Quizá por ello no todos los autores salen airosos en su personal propuesta de actualización del gran clásico.


Clarice Lispector

Sherwood Anderson detestaba los poison plots, los argumentos tramposos de final inesperado. Y aunque algunos escritores se sigan confiando al ingenio, después de Poe el cuento moderno abandona su estructura circular y adopta una suave línea recta, para narrar un fragmento de vida cuya intensidad no depende ya tanto de la peripecia y su desenlace como de la tensión interna que el autor sepa imprimirle. Partiendo de un inicio in media res lo bastante poderoso para proyectar la imaginación del lector más allá de lo estrictamente representado o contado, se nos instala ante una situación ya desencadenada y a cuya resolución no siempre podemos asistir porque, concluido el relato, no parece que en realidad haya acabado: vidas y sucesos siguen latiendo.

Los Cuentos reunidos (Siruela) de Clarice Lispector ilustran magníficamente ese quiebro. Tan buena lectora de Mansfield y Dostoievski como de Joyce Woolf y los grandes autores de la tradición propia, la escritora brasileña explora en sus relatos las intensas sensaciones que depara la vida cotidiana o las impresiones que estampa la realidad, las epifanías que estallan como una fulguración poética o los prosaicos lazos de su familia, "el viacrucis del cuerpo" y su poder genesiaco en tanto que fuente y sustento del mito o el dolor, la miseria y otras heridas que una sociedad injusta y absurda perpetra en el ser humano. Sin barreras genéricas ni limitaciones formales, con extrema libertad expresiva, como en sus grandes novelas, también en estos cuentos Clarice Lispector desnuda y perfora la existencia.


Nuestros contemporáneos

Oficios estelares (Destino), de Felipe Benítez Reyes, reúne dos libros anteriores y otro inédito.

En Un mundo peligroso predomina la maravilla y la sorpresa de las transformaciones que la aparición de un elemento extraño provoca en el orbe real, instalando a estas criaturas en el territorio fronterizo entre la vigilia y el sueño. Pueden provocar ese efecto la breve parada de los vagones de un circo y su troupe en un pueblecillo, las anotaciones de una agenda encontrada en la basura, los viajes imaginarios o reales, la caza de un animal prodigioso, o descubrir la vocación de invisibilidad de los objetos, con su mezcla de violencia y terror.

En Maneras de perder hallamos quince biografías del fracaso que ilustran otras tantas formas de vivir el tiempo, la soledad, el amor, las ilusiones o la ambición, en relatos breves y concisos, que combinan ternura y crueldad, prosaísmo y poesía, realidad y absurdo. Fragilidades y desórdenes culmina esta poética de la sugerencia que Benítez Reyes sostiene sobre lo visto y no visto, sobre el antes y después de lo contado, sobre voces de entelequias fugitivas o sobre el fluir de las conciencias.

También de tiempos y libros muy alejados entre sí proceden los ocho relatos reunidos en Aeropuerto de Funchal (Seix Barral), de Ignacio Martínez de Pisón. Y, salvo un par que acusa más las notas ambientales y ciertas claves de época, la mayoría son instantáneas interiores que hablan del amor y el desvanecimiento del hechizo de un viejo músico de una orquesta de pachanga, la desazón y la soledad del adolescente enamorado de su prima, la conmovedora impostura de un refinado bufón, el terror ante la muerte de la hija, la perversidad adulta del otrora gracioso niño travieso que sigue despreciando y humillando a los débiles, la hipocresía yacente bajo las convencionales fotos de familia, la peculiar moral de un traficante de ilusiones y promesas o el manojo de sentimientos contrarios que anidan en las relaciones de pareja.

Tanta gente sola (Seix Barral), de Juan Bonilla, es un libro sólida y profundamente trabado y cohesionado, gracias a la reaparición de personajes, la variada gama de leitmotiv y la variación de una misma circunstancia: la radical soledad del hombre actual pese a las múltiples conexiones que ofrece el mundo de la Red y su extravío o pérdida de identidad en esta sociedad del espectáculo donde impera la dictadura del éxito medido en cifras: un mundo al revés donde una suma de fracasos puede constituir un gran éxito. Historias siniestras y cínicas, divertidas y entusiastas, donde la mirada vitriólica de Bonilla recorta el presente más rabioso, con un lenguaje tan preciso e incisivo como repleto de resonancias y sugerencias, según convenga, más el humor, la ironía y la irreverencia necesarias para poder digerir tanta sordidez.

Ray Loriga opta por borrar todo rastro circunstancial y replegarse en una esencialidad para contar el destino de un oficial que se enamora del joven soldado que imita y parodia sus gestos (Los oficiales) o el de una mujer que sufre con fastidio el asedio de sus amantes y se convierte en "víctima irresponsable de tres locuras diferentes" (El destino de Cordelia) (El Aleph).


Ellas también cuentan

En Cuentos de amigas (Anagrama), Laura Freixas repite la propuesta de Madres e Hijas: reunir quince cuentos de escritoras españolas del siglo XX (algunos encargados expresamente para la ocasión), que tratan de las relaciones entre amigas, amantes, colegas, compañeras o maestras y discípulas, mayoritariamente situadas en la infancia. La selección es desigual. De Rosa Chacel no se incluye el que mejor encajaría aquí, 'Juego de las dos esquinas', un relato inquietante y perturbador, con una atmósfera similar a la del excelente 'Lúnula y Violeta', de Cristina Fernández Cubas. Carmen Martín Gaite subraya las diferencias de clase en la España de los cincuenta, cuando enfoca la vida cotidiana de Paca y Cecilia, dos vecinitas y amigas; Paloma Díaz-Mas evoca los días escolares de Carmencita y el magisterio de doña Rosita (beata y solterona) en un colegio religioso, escenario del cuento de Luisa Castro, que evoca el amasijo de afectos nacido en un patio escolar; la protagonista de Juana Salabert descubre a través del telediario el trágico final que tuvo su "amiga de verano", víctima de la violencia de género.

Otros relatos contrapuntean distintos modelos de mujer: Josefina Aldecoa lo hace a partir de Julia y Cecilia, dos viejas amigas que, ya en la madurez, rememoran los proyectos y sueños de la juventud; Clara Sánchez, por su parte, presenta a dos amigas que seguirán destinos opuestos y cómo la científica independiente suplanta por un día la vida de su amiga Alicia, casada y madre. Todos auscultan los sentimientos y los conflictos íntimos.

En Media docena de robos y un par de mentiras (Alfaguara), Mercedes Abad lanza una propuesta tan insólita como divertida, que aparentemente se le ocurre tras la lectura de Vieja escuela, de Tobias Wolff, novela que trata de un robo literario y sus consecuencias. Porque, si existe y se tolera la figura del "comisario de arte" ("un individuo que selecciona determinada cantidad de obras firmadas por distintos autores y las expone bajo la égida de su propio nombre"), ¿no puede un escritor hacer algo parecido? ¿No habíamos quedado en que la propiedad privada encubre siempre algún tipo de robo?, se pregunta Abad en una breve y oxigenante presentación de Media docena de robos y un par de mentiras.

Así que la autora se dispone a ejecutar sus principios y contar sus sustracciones, cada una de ellas enmarcada en un breve prólogo que desvela las circunstancias en que se produjo la apropiación indebida y la identidad del "expoliado". El humor y la irreverencia hilvanan relatos disparatados en los que un variopinto grupo de personajes vive situaciones tan cotidianas como absurdas y al final... ¿Nos había mentido Mercedes Abad al principio?

Flavia Company también escribe relatos vivos y directos, algunos muy breves, todos ambientados en el presente: la mujer que viaja en tren en estado de ausencia y que al final del trayecto presiente que el suyo acaba de empezar; el nacimiento de la sospecha entre una pareja de amantes jubiladas; el perseguidor que descubre que su presunta víctima lo busca a él; el sobresalto de Arturo Gómez al subir a un taxi y escuchar "llevaba tiempo esperándote"; la tensa relación entre una señora y su silenciosa y perfecta pero enigmática criada; el desasosiego por el hallazgo en el cepillo de dientes de un pelo púbico no identificado; o las figuraciones de una pareja encerrada en la caja de un ascensor son algunas de las situaciones límite de Con la soga al cuello (Páginas de Espuma).

Directos e impactantes son los cuentos de Callejón con salida (Siruela), de Elsa Osorio, escritos casi todos en el lenguaje astillado y tenso propio del monólogo interior, que también imanta otras voces. Muchos se remontan a los atroces tiempos de la dictadura militar argentina y pautan las secuencias de la represión inicial más los dramas y tragedias desatados, o bien las secuelas y desenlaces veinte años después, con el triunfo de la justicia y de la voluntad de vida. Casi todos ahondan en el alma femenina: dibujan sueños imposibles, fijan imágenes que se imponen con perseverancia, persiguen la naturaleza de un olor nauseabundo, trazan la brecha entre "el afuera" y el yo, o celebran la germinación espontánea del instinto maternal en el delicioso 'Ahitá'. Todos comparten el final luminoso, el Callejón con salida prometido en el título.

Experta en abrir brechas en la costumbre, a través de las que asoma el envés incomprensible de la vida, es la norteamericana Amy Hempel. Sus Cuentos completos (Seix Barral) son un soberbio tomo de los cuatro libros que en los últimos veinte años le merecieron una exquisita y selecta reputación.

Con un lenguaje incisivo y contundente, Hempel hace desfilar un abigarrado conjunto de criaturas anodinas, fracasadas, débiles, alucinadas, enfermas... que aspiran a escuchar el regocijo del corazón, a gozar el éxtasis de las profundidades, a aprender a defenderse del miedo, a vivir en lugares afables y sin roces, a que les cuenten sólo banalidades y cosas que se puedan olvidar, a escapar de un mundo de sedados e indiferentes o a averiguar que lo que les ocurre no es bueno. Por fortuna, el humor y el ingenio están siempre presentes en estas historias "humanas, demasiado humanas".