jueves, 12 de marzo de 2009

Revistas de antaño

El Cojo Ilustrado 1892-1915

ORIGEN.

El nombre de la revista “El Cojo Ilustrado” proviene de uno de los fundadores de la empresa promotora de la publicación, Manuel María Echezuría, quien era cojo. Jamás la cojera de un hombre ha sido tan afortunada como la de Echezuría, quien desprendido de prejuicios, tomó su defecto físico para denominar sus obras, entre las cuales destaca “El Cojo Ilustrado”. Su primer número data el 1 de enero de 1892 y el último tiene fecha de 1 de abril de 1915.
A la denominación comercial “El Cojo” le agregaron la palabra “Ilustrado” en la oportunidad de poner en circulación el periódico que tuvo el mérito de ser uno de los primeros que se instaló en Venezuela con un taller de fotograbado mecánico. Algunos estudiosos del tema han dicho que lo de “Ilustrado” se refería a las magníficas y abundantes ilustraciones que adornaban la publicación.Anteriormente en Maracaibo existió un mensuario dirigido por Manuel López Rivas con el nombre de "El Zulia Ilustrado" (1888-1891). Este desapareció en diciembre de 1891, es decir, un día antes de publicarse la primera edición del quincenario caraqueño.
Edición de muestra para apreciar la portada de El Zulia Ilustrado.Maracaibo, 24 de octubre de 1888.Partitura publicada enla primera edición de El Cojo Ilustrado.1ero de enero de 1892.
Existe mucha semejanza entre los dos periódicos; en el de Caracas se encontraron algunos de los colaboradores de la publicación zuliana.



"El Primera portada de El Cojo Ilustrado.1ero de enero de 1892Cojo



" puso en acción recursos más poderosos que su predecesor “El Zulia Ilustrado”, por su temario de carácter nacional e internacional, según Raydan (2001, p.131).Su primer número data del 1 de enero de 1892 y el último tiene fecha de 1 de abril de 1915. La revista tuvo una duración de 23 años en circulación desde el siglo XIX hasta principios del siglo XX.


CARACTERÍSTICAS PERIODÍSTICAS DE LA REVISTA "El Cojo Ilustrado" contaba con más de tres mil (3000) suscriptores en Venezuela y en el exterior. El abono mensual por dos 2 revistas era de cuatro 4 bolívares y el número suelto valía 2 bolívares. El formato de la revista medía 32 por veintitrés 23 centímetros, con 16 páginas a 3 columnas. Jamás fue contraria a los gobiernos, mantenía una línea fundamentalmente cultural.Poseía una sección biográfica y enciclopédica. Resaltaba, a través de sus fotografías, la Venezuela del siglo XIX y comienzos del XX. En ella encontraba por números gran cantidad de fotograbados, partituras musicales, fotografías, manuscritos, poesías y publicidad al final de cada

El Cojo y su publicidad

Como contaba en el último post, una de las cosas que más me gustaron del Cojo fueron las muestras de publicidad. Hay que ver cómo esas muestras describen lo que se sabía en el momento, las necesidades que había, y más divertido aún… ¡cómo las escribían! Ya había dicho algo sobre la fascinación con el francés; aunque en honor a la verdad, debo observar que siempre hemos sido muy acomplejados con nuestro idioma en el terreno de lo comercial. Pero como eso es material para otro post, me limito con mostrar dos de las muestras que pude sacar de El Cojo y que me llaman poderosamente la atención; una, por la cantidad de cosas que se curan con una sola pastilla… (le ganaron al Mapurite) y la otra, por lo cerca del francés que están las palabras. (muchas dobles eses y dobles tes que definitivamente, ya no usamos).La gran mayoría de los productos eran médicos; luego se adhirieron otros productos y empresas (hasta unas pastillas que hacían crecer el busto y aumentar la estatura) y por supuesto, los productos que se vendían en el mismo Cojo (Desde postales y tarjetas, pasando por ropa de lana, hasta cigarros). Y como no me quiero dejar por fuera las muestras que más me divirtieron, transcribo unas aquí.Pobreza de sangre. Vino de Bellini con Quina y Columbo. ¡Este vino fortificante febrífugo, antinervioso cura las afecciones escrofulosas!Contra las enfermedades nerviosas (vértigos, palpitaciones, epilepsia) no hay mejor remedio que las cápsulas del Dr Clin… al bromuro de amonioEUREKA. Es indisputable y no cabe duda.

La Emulsión de Scott no tiene rival en el mundo terapéutico. Desde el vanidoso aristócrata hasta el humilde aldeano la consumen con perseverancia, con fé y convencimiento, porque ya no se ignoran sus virtudes.Sólo con leer siento que huele a botica de abuelita y a farmacia de antaño donde inyectaban Agua de belleza. Todo el Cojo transporta con sus páginas la escencia de la señorial Caracas de esos años, con sus calles amplias y sus caballeros engominados y vestidos con chaleco que se saludaban con mil palabras corteses que se fueron ahorrando poco a poco con el tiempo.Por un nuevo Cojo



Notas en diarios



Se trata de un texto que con el título de «Entre las ruinas» y el subtítulo «I. Por el arrabal. Los sembradores», se publica en El Cojo Ilustrado (Año XX, Nº 472, 15 de agosto de 1911, pp. 468-470). Al final lleva la indicación: «Capítulo de una novela en preparación». En su redacción original no forma parte de ninguna de las novelas publicadas por Gallegos, aun cuando se le utiliza en forma muy parcial -completamente reelaborado además- en Reinaldo Solar (se trata del pasaje sobre los mendigos lisiados, a final del Cap. VII de la Primera Jornada). El texto completo se encuentra reproducido en el volumen de dramas y relatos La Doncella y El último Patriota (México: Ediciones Montobar, 1957, 220 pp.) donde figura entre las pp. 143-152, con indicación de su origen y carácter.
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Generación del 98 se refleja en el Cojo Ilustrado
Esta generación del 98 sigue siendo objeto de múltiples estudios. El más reciente ciclo de conferencias se llevó a cabo del 8 al 12 de noviembre en el Celarg. En este curso de extensión, ésta distinguida casta fue relacionada con la revista quincenal venezolana El Cojo Ilustrado
Antonio García Ponce
El acto de instalación contó con la participación de Trino Alcides Díaz, rector de la Universidad Central de Venezuela, Ramón J. Velásquez; presidente de la Fundación Francisco Herrera Luque y Miguel Angel Encina, de la Embajada de España.
Cirilo Flórez Miguel, profesor de la Universidad Civil de Salamanca, España, en su ponencia “Generación del 98: Iconoclastas siguiendo a Nietzsche” sostiene que, existe un elemento fundamental para afirmar la existencia de esta generación: Nietzsche. El reconocido filósofo alemán, coetáneo a los hombres del 98, fue el mentor “e inspirador filosófico de todos ellos”. La influencia se percibe en su declaración como “iconoclastas”.
Basilio Tejedor, profesor de las Escuelas de Letras y Comunicación Social de la Ucab, e investigador del Instituto de Investigaciones Lingüísticas y Literarias de nuestra universidad, expuso “Don Quijote en América de Tulio Febres Cordero (La trilogía Unamuno-Cervantes-Febres Cordero)” y la también profesora de la Escuela de Letras, María Isabel Martín de Puerta ubicó a la generación del 98 en su contexto histórico.
La ponencia de Antonio García Ponce giró en torno a “El Cojo Ilustrado” y la “paradoja de las generaciones”a lo largo del s. XIX, dominaron el paisaje literario latinoamericano dos corrientes sucesivas: el romanticismo y el modernismo.

La poesía modernista fue representada en Venezuela por Antonio Ros de Olano y Heriberto García de Quevedo, entre otros; la prosa, por el pedagogo Cecilio Acosta y por el historiador Eduardo Blanco (autor, en 1882, de la primera novela venezolana, Zárate). Llegó a continuación el modernismo, a través de dos revistas: El cojo ilustrado y Cosmópolis. Coetáneas de esta corriente fueron dos tendencias de corte nacionalista: el nativismo y el criollismo. Como reacción al modernismo nació la generación poética de 1918, con figuras como Ramos Sucre o Planchart.
También a principios del s. XX se había dado a conocer la generación de narradores de La alborada, cuyo máximo representante fue Rómulo Gallegos. A fines de los años 20, en una Venezuela petrolera, el Grupo Viernes reflejó en su poesía los cambios acaecidos, una vez muerto el dictador Gómez. En estos años empezó a darse a conocer el posiblemente más grande novelista y ensayista venezolano contemporáneo: Arturo Uslar Pietri.
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IX. Revistas Hispanoamericanas Literarias.
Categoria: Literatura
Propiedad del contenido: Ediciones Rialp S.A. Propiedad de esta edición digital: Canal Social. Montané Comunicación S.L. Prohibida su copia y reproducción total o parcial por cualquier medio (electrónico, informático, mecánico, fotocopia, etc.)
La mayor parte de los historiadores e investigadores de las Letras hispanoamericanas han subrayado la importancia que en el proceso de éstas han tenido las gacetas, revistas y periódicos literarios. Esta importanciaha determinado que, frecuentemente, se sitúe e identifique a numerosos escritores por el nombre de aquellas publicaciones en que tomaron parte activa, como, p. ej., en los casos de los martinfierristas (Argentina), del «grupo Letras» (Chile) o del «grupo Viernes» (Venezuela). Este fenómeno no ha sido, sin embargo, suficientemente reconocido, puesto que, descontados en parte los trabajos del norteamericano Boyd G. Carter, no existe hasta ahora un estudio global sobre las publicaciones periódicas hispanoamericanas que permita comprender la función que éstas han tenido como «agentes» de difusión e innovación literarias. La mayor parte de los estudios realizados no sobrepasan, por lo general, los límites de un catastro temático, como lo prueban los índices de materias publicados de la Rev. Azul (México), Nosotros (Argentina), Rev. Nacional de Cultura (Venezuela) y de otras revistas de indiscutida significación.

Un estudio riguroso de las revistas literarias hispanoamericanas permitiría, desde luego, reconstruir la historia efectiva de la l. continental desde el s. XIX hasta nuestros días, siempre que no se limite al registro de las grandes revistas e incluya el examen de todas aquellas publicaciones que, como la mayoría de las revistas y hojas vanguardistas, jugaron un papel decisivo, no obstante su efímera vida.

Desarrollo histórico. Siglo XIX.

Para las primera publicaciones literarias en Hispanoamérica, v. VII. Han sido las revistas las que, desde mediados del siglo pasado, han socializado la L. hispanoamericana, al ofrecer a los escritores un lugar o espacio en el que, de un modo u otro, se continuaba su obra (reseñas críticas, estudios, polémicas) y al abrirles la posibilidad, real o ilusoria, de un público, a instancia fundamental para su profesionalización como autores.
La importancia de este hecho fue advertida, desde luego, por numerosos escritores hispanoamericanos del s. XIX. Así, p. ej., el chileno José Victorino Lastarria (1817-88) señalaba, en sus Recuerdos literarios, el papel que tuvieron las principales publicaciones liberales aparecidas durante la cuarta década del siglo pasado en su país. «No menos de cuarenta escritores, decía Lastarria, habían contribuido a afirmar la trascendental influencia que tuvieron en la fundación de alta prensa de nuestro país, en la consolidación del movimiento literario y en la difusión de las ideas liberales, El Semanario de 1842, El Crepúsculo de 1843 y Rev. de Santiago de 1848. Exceptuando únicamente a cinco de aquellos escritores, todos los demás comenzaron a ilustrar su nombre en aquellos periódicos, la mayor parte se formó en ellos, iniciando su carrera de prosadores o poetas, y adquiriendo la justa fama con que después han sabido mantener el lustre de la literatura nacional, cuya existencia principia en 1842.»

Esta situación descrita por Lastarria no es, sin embargo, privativa de Chile sino que, en general, corresponde a lo que ocurría en la mayor parte de las sociedades hispanoamericanas por las mismas fechas. En todas ellas, los escritores participan en una actividad diarística y revisteril de indiscutible importancia, como lo prueban la publicación, entre otros, de La Moda (Argentina, 1837-38), El Comercio (Perú 1839), El Siglo XIX (México 1841-96), Revista de Valparaíso (Chile 1842), El Progreso (Chile 1842-53), Diario de la Marina (Cuba 1844-?), El Universal (México 1848-55) y Mosaico (Venezuela 1854). Resulta curioso retener, a título de documento ilustrativo del espíritu de la época, los fines que se proponía el editor de la última de las publicaciones nombradas, el venezolano Luis Delgado Correa.
«Cinco son, decía Delgado Correa, los fines de esta publicación: 1° Coleccionar muchos artículos poco conocidos en la actualidad insertos en diversos periódicos nacionales. 20 Dar más publicidad a las bellas producciones de escritores americanos, casi ignorados en nuestra patria. 3° Facilitar la publicación de artículos inéditos de escritores venezolanos. 4° Hacer conocer en el país algunas producciones del genio europeo. 5° Aumentar el escaso número de las impresiones nacionales en ocasión en que la prensa literaria yace silenciosa y abatida. Plegue al cielo que esta publicación merezca el apoyo del público, guiado de un sentimiento de amor patrio y de protección a las letras.»
Conviene subrayar, sin embargo, dos de las publicaciones recientemente citadas, la Rev. de Valparaíso, publicada por el escritor- argentino emigrado Vicente Fidel López (1815-1903), y el gran periódico liberal mexicano El Siglo XIX. En las páginas de la Rev. de Valparaíso escribieron, además de López, Domingo Faustino Sarmiento (v.), Juan Bautista Alberdi (1810-84), Juan María Gutiérrez (v.) y otros insignes miembros de la emigración antiprosista, y en ellas se inició lo que se llamó en Chile «la polémica del romanticismo» (v. ROMANTICISMO IV).
Como señala Vilches Acuña en su monografía sobre las revistas chilenas del s. XIX: «La importancia de esta publicación es la de haber sido la primera en el orden cronológico de las revistas literarias».
El s. XIX, por su parte, inició, en 1845, la publicación de un folletón literario cuya significación e importancia fueron puestas de manifiesto por Malcolm Dallas McLean, en el estudio que dedicó, hace algunos años, al «contenido literario» de este periódico mexicano. Este folletón anuncia ya los excelentes suplementos literarios que, desde la segunda mitad del siglo pasado, insertarán los principales diarios del continente, y dos de los cuales -los de La Prensa (1869) y de La Nación (1870) de Buenos Aires llegaron a tener internacional celebridad.
Esta actividad revisteril se irá notablemente incrementando a medida que, durante las últimas décadas del s. XIX, se van esbozando los profundos cambios estéticos e ideológicos que, de un modo u otro, preparan la irrupción del modernismo (V. MODERNISMO III). La mayor parte de la producción literaria de la época aparece originalmente en los innumerables periódicos y revistas que comienzan a publicarse en casi todos los países hisnanoamericanos, y en los que se acusa un manifiesto «nacionalismo continental». Este rasgp fue debidamente advertido por el venezolano Emilio''Coll (1872-1947) en el «chaloteo» con sus dos compañeros de empresa, los escritores Pedro César Domínici (1872-1954) y Luis Urbaneja Achelpohl (1874-1937), que sirvió de presentación al primer número de Cosmópolis (1894). «En la América toda, decía Coll, un soplo de revolución sacude el abatido espíritu, y la juventud se levanta llena de entusiasmo. Rubén Darío, Gutiérrez Nájera, Gómez Carrillo, Julián del Casal y tantos otros dan vida a nuestra habla castellana, y hacen correr calor y luz por las venas de nuestro idioma que se moría de anemia y parecía condenado a sucumbir como un viejo decrépito y gastado. Nosotros, hijos de una misma madre, permanecíamos desconocidos unos de otros, pero ahora, gracias a la literatura y a los periódicos que surgen en todas las Repúblicas españolas, nos saludamos como hermanos, nos conocemos y estamos en plena luna de miel.»

El mismo año en que el joven Pedro Emilio Coll, en Caracas, escribía estas palabras, Rubén Darío (v.) fundaba en Buenos Aires, con Ricardo Jaimes Freyre (v.), notable escritor boliviano radicado a la sazón en la capital argentina, la Rev. de América, de la que sólo alcanzaron a publicarse tres números. Mejor fortuna tuvo la Rev. Azul fundada, igualmente en 1894, por otro de los cabecillas del movimiento modernista, el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (v.).
Esta revista fue, durante sus dos años de existencia, uno de los vehículos más decisivos en la difusión de la estética del movimiento, y en ella colaboraron Rubén Darío, José Martí (v.), Salvador Díaz Mirón (1853-1925), Julián del Casal (v.), Amado Nervo (v.), José Santos Chocano (v.), Justo Sierra (1848-1912), Leopoldo Díaz (1862-1947) y otros. Su importancia ha sido reiteradamente señalada por los estudiosos del modernismo, e incluso ha sido objeto de algunas investigaciones monográficas, como, p. ej., A Study of the «Revista Azul», del norteamericano Harry Rose.
Otras publicaciones del mismo periodo que merecen ser retenidas por la importancia que ocupó en ellas la L. son, entre varias, la Rev. Cubana (Cuba, primera etapa, 1885-94), El Cojo Ilustrado (Venezuela 1892-1915), El Mundo Ilustrado (México 1894-1914), La Biblioteca (Argentina 1896-98), El Mercurio de América (Argentina 18981900), Caras y Caretas (Argentina 1898-1939) y Pluma y Lápiz (Chile 1900-04). Algo anterior que estas publicaciones, pero igualmente importante, fue la Rev. Chilena (1875-80).
Fundada por los historiadores Diego Barros Arana y Miguel Luis Amunátegui, esta revista fue, posiblemente, una de las últimas grandes publicaciones aparecidas en Chile durante el s. XIX. En sus números están contenidas algunas de las páginas literarias e intelectuales más notables de José Victorino Lastarria, Guillermo Matta (1829-99), Daniel Barros Grez (1834-1904), Moisés Vargas (1843-), Gonzalo Bulnes y Ricardo Palma (v.).
Entre las revistas recién citadas, una de las más significativas fue, sin duda, El Cojo Ilustrado. Fundado en 1892, por J. M. Herrera Irigoyen, este quincenario caraqueño constituyó otro importante órgano de difusión del modernismo, y en sus páginas colaboraron regularmente Rubén Darío, Leopoldo Lugones (v.), Enrique Gómez Carrillo (v.), Leopoldo Díaz, José Santos Chocano, Baldomero Lillo (1867-1923), Rómulo Gallegos (v.), Amado Nervo y otros. Cabe destacar la colaboración de Darío no sólo por su monta (89 textos según el inventario realizado por Hensley G. Woodbrigde y Gerald M. Moser), sino, asimismo, por la resistencia que suscitó entre algunos escritores venezolanos, como el historiador José Gil Fortoul y el crítico Gonzalo Picón-Febres (1860-1918).
Siglo XX. Con el advenimiento del s. XX, la actividad revisteril hispanoamericana conocerá sus mejores horas, pero, al mismo tiempo, los primeros síntomas de una crisis general de las publicaciones literarias. Desaparecen las grandes revistas animadas por escritores, como lo fueron la mayoría de las publicaciones modernistas, siendo sustituidas por otras en las que, en el mejor de los casos, la sombra de una «burocracia cultural» tiende, de más en más, a desplazar la creación literaria y conceptual.
Los periódicos, por su parte, han ido reduciendo progresivamente el espacio dedicado a la L. hasta límites que superan holgadamente al sombrío panorama que esbozara Juan Vicente González al referirse, en 1865, a la situación de Venezuela, luego de cinco años de sangrienta guerra interna. «Si las letras, decía González, son el lujo de las sociedades avanzadas en cultura, mal pueden encontrarse entre nosotros, sin ocio para escribir, inspirados por pasiones momentáneas, distraídos por el ruido de las catástrofes, tristes con lo presente, temerosos del porvenir.»
La historia de la revista argentina Nosotros resume, en parte, esta situación.
Fundada en 1907, por Alfredo A. Bianchi y Roberto Giusti (n. 1887), Nosotros no sólo llegó a ser el principal órgano de los escritores argentinos sino, como subrayaba Boyd G. Carter, el «logro cultural de más importancia que en América se ha registrado». La larga nómina de sus colaboradores comprende a los escritores más representativos de las Letras hispanoamericanas del s. XX, desde Rubén Darío a Gabriela Mistral (v.), desde Leopoldo Lugones a Jorge Luis Borges (v.), desde Alfonso Reyes (v.) hasta Mariano Picón Salas (v.), desde Rafael Alberto Arrieta (n. 1889) hasta Ezequiel Martínez Estrada (1895-1965), etc.
Su primera desaparición, en 1934, señaló, posiblemente, el inicio del ocaso de las grandes revistas literarias hispanoamericanas, como lo insinuaron sus fundadores al dar razón de la suspensión. «¿No estará en tela de juicio, preguntaban Bianchi y Giusti, no ya la existencia de una determinada revista, sino la de todo un género de publicaciones, las cuales tuvieron su auge, y algunas vida gloriosa, en el s. xix y a principios del presente, y hoy van siendo desalojadas si, no tienen un peculiar carácter de especialización, por otros' medios informativos?»
Republicada en 1936, Nosotros logró sobrevivir hasta 1943, año en que desapareció definitivamente, dejando un hueco que, hasta la fecha, ninguna otra publicación hispanoamericana ha podido llenar, no obstante, la excelente calidad de muchas de ellas, como El Mercurio Peruano (Perú 1918-39), Repertorio Americano (Costa Rica 1919-57), Atenea (Chile 1924-71), Sur (Argentina 1931), Rev. Nacional de Cultura (Venezuela 1938), Rev. de las Indias (Colombia 1938-51), Cuadernos Americanos (México 1942) o La Torre (Puerto Rico 1953).
De todas estas últimas revistas, Sur es, sin duda, la que mejor expresa los problemas y las inquietudes de un importante sector de escritores hispanoamericanos de este siglo. Fundada por Victoria Ocampo (n. 1893), a instancias de Waldo Frank y aconsejada por Ortega y Gasset, Sur ha registrado en sus páginas las colaboraciones de los escritores más significativos de Hispanoamérica, Estados Unidos y Europa durante 40 años.
«Prefiramos recordar, escribía Guillermo de Torre en 1950, algunas prioridades de Sur en el campo internacional. Aquí, a poco de publicarse en el original alemán, y aunque fuera tomándolo de una versión francesa, apareció la primera versión castellana de ¿Qué es metafísica?, de Heidegger; aquí Benjamín Fondane, Gouiran, Ferrater Mora, Erro, Astrada, Fatone y otros comentaron, desde hace años, la filosofía existencial; aquí se glosó, madrugadoramente, por Charles Duff, a Joyce; Malraux anticipó su presentación de El Amante de Lady Chetterley, de D. H. Lawrence; lo mismo que años más tarde se vertería un texto importante de Sartre sobre su filosofía, otros de Mounier sobre el personalismo y un conjunto de colaboraciones superrealistas.» No está de más, por otra parte, recordar que una parte importante de la obra de Jorge Luis Borges, al igual que numerosos textos de Ernesto Sábato (v.) y de otros escritores argentinos e hispanoamericanos, fueron publicados inicialmente en Sur.

Los efectivos «agentes» innovadores de la L. hispanoamericana fueron, sin embargo, como en los tiempos del modernismo, aquellas revistas de vida usualmente efímera pero cuya acción significó una profunda ruptura con las formas e instituciones literarias socialmente aceptadas. Esta ruptura fue, en efecto, el signo de algunas notables publicaciones de la década del 20, como Los Nuevos (Uruguay 1920), Proa (Argentina 1922-23; segunda época, 1924-25), Martín Fierro (Argentina 1924-27), Rev. de Avance (Cuba 1927-30), Letras (Chile 1928-31) y otras de menor significación.
El Manifiesto de Martín Fierro, publicado en el no 4 de este quincenario, resume, si no las proposiciones, por lo menos los comunes rechazos de las revistas vanguardistas (V. VANGUARDISMO) de los a. 20. «Frente a la impermeabilidad hipopotámica del honorable público.
Frente a la funeraria solemnidad del historiador y del catedrático, que modifica cuanto toca. Frente al recetario que inspira las elucubraciones de nuestros más bellos espíritus y a la afición al anacronismo y al mimetismo que demuestran.
Frente a la ridícula necesidad de fundamentar nuestro nacionalismo intelectual, hinchando valores falsos que al primer pinchazo se desinflan como chanchitos.
Frente a la incapacidad de contemplar la vida sin escalar las estanterías de las bibliotecas. Y, sobre todo, frente al pavoroso temor de equivocarse que paraliza el mismo ímpetu de la juventud, más anquilosada que cualquier burócrata jubilado:
Martín Fierro siente la necesidad imprescindible de definirse...», etc. Cuarenta años después, el mismo talante rupturista anima a los colaboradores de El Corno Emplumado (México 1962), El Techo de la Ballena (Venezuela 1962) y, en menor escala, de Zona Franca (Venezuela 1964) y Amaru (Perú 1967). Entre ambos grupos, cabe retener algunas publicaciones surrealistas (v. SURREALISMO III) de irregular aparición, como Qué (Argentina 1928-30, dos números), Ciclo (Argentina 1948), A partir de 0 (Argentina 1952-56, tres números), Mandrágora (Chile 1938-43, siete números), Leit-Motiv (Chile 1942-43, dos números) y Gradiva (Chile 1949, un número). La mayor parte de estas publicaciones fueron obra de los argentinos Aldo Pellegrini (n. 1903) y Enrique Molina (n. 1910) y del chileno Braulio Arenas (n. 1913) que, junto con el poeta mexicano Octavio Paz (v.) y el peruano Emilio Adolfo Westphalen (n. 1911), mantuvieron prendida la lámpara surrealista cuando todo conspiraba para apagarla.
Cabría, por último, mencionar otras revistas que, de un modo u otro, han tenido una indiscutible significación literaria e intelectual, como El Hijo Pródigo (México 194346), Orígenes (Cuba 1944-56), Mito (Colombia 1955-?), Istmo (México 1959), Casa de las Américas (1960), Arco (Bogotá 1960), Mundo Nuevo (París-Buenos Aires 196671), etc. T
odas las publicaciones citadas han cumplido, en una u otra ocasión, la función doble de registrar, por una parte, las insuficiencias e imposturas del momento en que nacieron y, por otra, de proponer e imponer un nuevo modo de comprender no sólo el hecho literario sino, asimismo, al hombre y al mundo.
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Imagenes de Catia,Caracas,tomadas del Cojo Ilustrado


Nota de un libro viejo sobre el tema:

....indicar, en forma ordenada y sistemática, el contenido de las revistas
literarias de Hispanoamérica.
A fin de dar una mayor facilidad en la presentación de tan vasta
y compleja investigación, la obra ha sido dividida en cuatro secciones:
I) Importancia, análisis y descripción de la literatura periodística
hispanoamericana; II) 50 pequeños ensayos sobre las más importantes
publicaciones periódicas de esta parte del continente americano; III)
Bibliografía escogida de títulos tomados de 125 revistas literarias; y,
IV) Bibliografía general.
A nadie puede escapar el papel cultural de la revista; es rápido
y útil vehículo de escritos, ensayos y artículos; da mayores facilidades
para el conocimiento de autores jóvenes o desconocidos y, sobre todo,
es difusor de ideas, movimientos literarios, tendencias políticas y
económicas, etc. Para ilustrar su aserto, el profesor Cárter recuerda
el significado que La Revista Azul (1894-1896), de México, tuvo para
el Modernismo; El Renacimiento (1869), para el movimiento literario
que resurgía en aquel entonces en el país azteca; El Cojo Ilustrado
(1892-1915), que reflejaba la vida, ideas, política y ciencia de esta
época venezolana; Los Nuevos (1920), que propagó una nueva ten-
dencia estética en el Uruguay.
Una vez examinada la importancia cultural de la revista, el autor
se plantea algunos problemas que se presentan al investigador y al
crítico, en especial las fuentes de información relacionadas con la
naturaleza de su contenido y los lugares de localización. Sin embargo,
esta necesidad la han tratado de llenar algunos autores con trabajos
especializados, ---------------------

miércoles, 4 de marzo de 2009

LA UNICA VOZ EN LA CAIDA


Hector Malave Mata
A Igor Delgado Senior

Cuando se deja una hoja en el agua mucho
tiempo, al rato el tejido desaparece y las
fibras se mecen lentamente como en el
movimiento del sueño.

William Faulkner
El sonido y la furia




No fue entonces el temblor del vértigo. Tampoco la carrera del viento con sus silbidos largos. Ni siquiera los soplos del temporal sobre el secano. Fue la voz musitada todo el tiempo en el encierro. O el secreto rumor de la caída. O aquello que Luz Rigores apenas pudo recordar cuando quiso volver la mirada hacia las cosas no muertas todavía. Como en la distancia de los sueños truncos. Cada vez que tuvo que rastrear en el letargo para acercarse a lo que ya quedaba demasiado lejos. Dormida como estuvo casi siempre. O despierta mientras quiso llorar con las palabras por pensar que jamás tuvo culpa y sin embargo recibió el castigo. Así vivió los días de la espera. Con los ojos cansados de tanto mirar malos recuerdos y de mucho columbrar en el sueño lo que no fue vida sino agonía interminable.
Todo comenzó aquella tarde cuando Luz Rigores divisó a Balbirio Ruano esperándola al final de un surco. Eso fue por los primeros días de la siembra. La brisa bajaba indócil hasta las sementeras, cuando una bruma clara, cayendo desde la cumbre del lomerío, se abría con el corte de la ventolera. La mujer sonreía, y viéndola sonreír Balbirio la tomó entre sus brazos para luego tenderla en la hojarasca tibia. Ella susurró con querencia unas palabras. Tras cada palabra sintió el golpe de la sangre contra el pecho. En seguida le aumentaron los latidos por dentro. Y aquel roce compartido del comienzo se fue tornando suave vaivén entre la carne virgen. Una última palabra de Luz Rigores. Con la boca encendida, con los ojos brillantes, como cuando el éxtasis comienza a encumbrar la embriaguez de los sentidos. Entornó luego los párpados, apretó los labios y sintió un estremecimiento en las entrañas. Amoroso fue entonces el rumor del viento de Rustanza.
Después fueron las náuseas, los delirios, la reciente esperanza pugnando contra el miedo. Apenas entre niebla la imagen de las cosas, borrosas sus propias pesadillas, turbia la figura del padre. Siguieron las molestias intermitentes de los síntomas. Iban y venían los sudores, los mareos, las palpitaciones, los dolores punzantes dentro de ella misma. Comprendió que una presencia inquieta le nacía entre su carne. Entonces más se aferró a la vida por saber que en su vientre crecía la raíz de otra vida. Y buscó a Balbirio. Sólo para decirle que llevaba su simiente en las entrañas. En eso anduvo hasta sentir el cuerpo sobre la tierra como en el lomo de un animal cansío. Pero Balbirio no apareció más por aquellos lugares.
Así fue como el cuerpo de Luz Rigores se fue volviendo pleno. Se ablandaron sus muslos, se le juntaron pliegues ocres en la redondez de las caderas, le crecieron los pechos en el regazo donde el amor se espesa. Algo como zumo tibio le recorría las venas. El latir de la sangre fue templándole las manos, regándole una poca calentura en las turgencias. Y siguieron los días. Todos grises como nubarrones. Ella misma con otra vida encajada en su cuerpo. Vagó por los alrededores, oteó las nubes cargadas como vientres, lanzó cascajos en el agua del abrevadero. Hasta que por andar a solas con sus pensamientos se quedó sin fuerzas y el desmayo la tumbó sobre un montón de abrojos.
Así pudo haber sido. Como para que su padre, el mismo Rusco Rigores de tantos entreveros, al encontrarla en aquel trance, la reprendiera y luego la lanzara sobre la tierra removida. Es casi seguro que así hubiera ocurrido. Varias fueron las preguntas del padre. De la hija la única respuesta. De pronto la cara del hombre se plegó de muecas como las que preceden al desbordamiento de la ira. Ella lo vio sacudirse como animal bridado. Al punto fueron los golpes de zurriago, duros golpes detrás de los insultos, tan fuertes como azotazos de patrón malentraña. Y enseguida fue el grito abriendo brecha entre calcanapires y carrizos, hasta al cabo perderse en el vacío del aturdimiento.
Lo que sucedió después fue todo aquello metido en la penumbra del cuarto. Todo lo que Luz estuvo imaginando desde que el padre la arrojó entre las cuatro paredes y cerró bruscamente la puerta dejando el eco de sus reniegos allá dentro. Cerrada como quedó la puerta para la resignación y entreabierta para las maldiciones, con apenas un resquicio por donde escapaban los rebotes del llanto, o acaso los ruegos de la mujer en su emparedamiento. Penosas como fueron sus noches de tanto sentir los zarpazos en su sueño, de tanto ver en su sueño los ojos de Rusco Rigores, sesgados en bisojera torva, como atisbando con encono la traza de Balbirio Ruano.
Al comienzo fueron martillazos sobre la madera, palabras que clavaban la furia de Rusco en el travesaño de la puerta. Al mismo tiempo fueron el chirrido de los goznes y el ruido de la tranca. También el aire enrarecido, el olor a cuarto abandonado, el suelo frío. Las cosas necesarias para el castigo de tapiar en vida a la hija que el padre mal mentara. Después siguieron la voz de Rusco como zumbos de moscardones, las pisadas crujientes de sus botas, el asedio sin tregua. Y el miedo de la mujer encadenado a los pasos golpeantes. Todo lo que fue posible para el ahogo silencioso y lento. Mudo el sofoco de cada día, de cada noche, por haber sido su vida cada vez menos vida o cada vez más muerte. O vida con algo menos tras cada instante de sus días, porque entre aquellos martillazos y las injurias que al padre se le alborotaban en la boca, siempre estuvo el recuerdo rondando su tormento.
Entonces comenzó el hundimiento, el marasmo sin fondo. Pero Luz no renunció a su existencia mientras tuvo que velar su caída. Ni se atascó la soberbia de su padre porque él mismo se mantuvo a cuestas de su fiera índole, como animal cerril que gruñe en la borrasca. Y fue por voluntad del padre que sobrevino su derrumbe. Acaso ruina o despojo de mujer que fue toda trepidación bajo el deseo de un hombre que jamás conoció su desgracia. Aquel Balbirio que anduvo sin viaje de regreso cuando el amor se deshizo en caminos, en lejanas andanzas sin retorno. O tal vez senderos por donde Luz nunca pudo encontrarlo porque entonces se le llenaba de barañas el sueño. Y la imagen de Balbirio se le apareció en sus extravíos cuando tuvo que recoger el dolor en su memoria. Y viéndolo a medialuz no pudo oír sus palabras ausentes. Y mientras ella lo veía, él contemplaba lo que podía ser el señuelo de su propio remordimiento,
En eso estuvo ella, a solas con sus palabras húmedas, hasta que los ojos de Balbirio se fueron convirtiendo en dos brasas redondas cada vez más distantes, nada más porque en la oscuridad siempre asomaba Rusco, el padre en constante acoso, sus pupilas en sesgo, sus rezongos sin sonido como los que se escuchan en los sueños sordos. La mujer quiso seguir los rastros de Balbirio para mostrarle el fruto de lo que fue su entrega. Pero la noche oscureció su rumbo. Y no era bueno el trayecto para la busca cuando tuvo que vivir entre sueños.
También la esperanza de Luz se fue acabando de tanto apretujarse entre sus pensamientos. Fue más pesada la carga de los días, más doloroso el escozor de la condena, como para que la pena se le hiciera una zozobra lenta y la vida se le desbaratara en gajos de muerte cenceña. Fue ese el deseo del padre cuando le dio el castigo, queriendo así borrarle, como decía, todo vestigio de impureza. Pero si ella tuvo que afrontar la condena fue porque no quiso despertar alguna vez con el vagido de una vida rota. Y luchó por dar vida a otra vida. En ofrenda por dentro y en carencia por fuera. Hundida una criatura en su vientre y ella aterida en su sombra. Y su sombra fue aquella soledosa pena que le había dado el padre porque su preñez le causaba una afrenta. O el agravio que el padre no soportaba y todo el tiempo devolvía en escarnecimiento, para grima de su propia herencia o para humillación de la sangre que manaba en la conduerma y salpicaba la indignación sin freno.
Y siguió en la caída a sabiendas que su tránsito se iba haciendo de greda resbalosa, o de tierra desmoronada bajo los aguaceros, o de lama arrastrada por aguas en creciente. Sin saber si aquello era la correntía de la vida misma o el rumor tapiado entre sus sueños, como aquél en que el padre, estrujándole el vientre, le gritaba que no tenía vientre sino una bolsa inflada de impureza, amarrada hacia abajo con hebras de coyunda para que las culpas la pudrieran por dentro. Y le dijo que por eso no tendría hijo sino cría como los quirquinchos. Ella le respondía, desde el costado menos incierto del ensueño, que su vientre era el lugar donde anidaba el aura de una vida nueva. Y miró el rostro de Rusco convertido en máscara bermeja, con los ojos brotados como granos de fuego. El arrebato del padre estremeció la semilla sembrada en el claustro materno. Al momento la mujer sintió el golpe de zurriago contra el pecho para que allí se le juntara el resquemor con el abatimiento. Pero Rusco Rigores era hombre de sobrevientos, y por colérico despertaba lanzando pestes y maldiciones, con juramentos que plagaban los arrabales del infierno.
Mientras fue necesario la mujer siguió en medio de una marea oculta, o de un abismo sin fondo, o de un laberinto sin salida, porque fue terca la voluntad de no abrirle la puerta a la aflicción que le había dejado el desconsuelo. Muchas veces palpó su preñez. Sintió cada vez más lleno el vientre, más hinchada la carne, más blanda la juntura de los muslos, el escalofrío plenando de temblores su desnudez más íntima. Y fueron sucesivos los días de sofoco, las noches en vigilia. Hasta que sintió las puntadas que vinieron de adentro. En ella misma como ramalazos. Comprendió que era aquella una señal recibida en justo momento, en anuncio de un ser que apremiaba la luz y buscaba la salida con natural impulso. El vástago pronto se desprendió de lo que lo sostuvo. Lacerante fue el pasaje del descenso. Un dolor agudo, más punzante que las desgarraduras de toda su existencia. Y en la turbación se movió el pequeño ser en sus entrañas.
Así comenzó el recorrido. Bajó entre las aguas que le dieron calor desde que fuera embrión apenas. Sin detenerse siguió por brecha libre, andó el cauce abierto en el desgarro de la carne. La mujer soportó el movimiento del fruto desprendido. Desde la matriz hasta el plexo que desemboca en la vertiente montesina del pubis. Las lágrimas le mojaron los ojos cuando no pudo mirar la humedad derramada, ni aquello que brotó como de nuez partida y rasgó su cuerpo como si en el carril que va del vientre al mundo se hubieran amontonado puntas de guijarros. Y la criatura surgió invicta en el trajín del alumbramiento.
No supo Luz cuando se abrió la puerta. Pudo haber oído en el umbral del desvanecimiento unas botas crujientes en el cuarto. O haber creído que eran trancos que recorrían las veredas ya estrechas de su sueño. Pasos con prisa, como soñados en un tiempo breve. O tras los gritos haber pensado que Rusco se llevaba a escondidas el llanto del recién nacido. Pero fue al despertar cuando vio la puerta trancada como siempre. Ella acostada en la estera sobre el suelo. Consigo solamente el olor a sangre derramada, la flojedad de brazos y rodillas, las manos con color de almagre. Pudo haber oído algo parecido al lloriqueo de un niño desnudo a la intemperie, amamantado con leche de la luna que jugaba en la parvulez de sus pestañas.
Al principio los gritos fueron cortantes como filos de esparto. Después se hicieron blandos y distantes a lo largo de una pendiente sin rellano. Y fue continuo el despeño porque Luz no encontró razón en detenerlo. Y por no contenerlo los sollozos del hijo se fueron prolongando, se tornaron lloros cada vez más lejanos hasta perderse en los riscos de los agostaderos. Pudo haber sucedido que el hijo se extraviara entre los crestones de Rustanza, arrastrado quizás por el orgullo de quien vio en él la marca viva de la deshonra, y no encontrara lugar para el regreso porque alguien le cerró el camino, y se quedara con los ojos mirando el vuelo de los gavilanes bajo las crines plomizas de las nubes. O no haber regresado por haberse dormido, con los ojos abiertos para siempre dormidos, entre los retamales que crecen en lo más hondo de los desgalgaderos de Rustanza. Es de creer que así hubiera ocurrido. Pero Luz jamás lo supo porque no tuvo vista con que mirar otras sombras fuera de su cautiverio.
Desde entonces se hizo calma pesarosa lo que fue ansiedad de su espera. Sucedieron las noches a los días en la bruma de su encrucijada. Entre días y noches se le alojó el desvelo o lo que fue inquietud metida en sus malos sueños. Y se detuvo demasiado en desandar el trecho cuando un tiempo sin tropel ni prisa resbalaba también en su caída. Angosto y prolongado aquel derrumbamiento sin rastros ni sonidos, como anudado a la larga agonía desde que se fueron apagando las voces, los golpes de zurriago, el retumbo distante de los gritos. Y desfalleció después del alumbramiento para que la desgracia empotrara la agonía en su cuerpo consumido. Y la vida se le quedó sin nada, flotando en el vacío, sin voluntad con que arrancar las espinas clavadas para siempre en su vida. Marchita como quedó su vida por haberse engarzado la desdicha en los escombros que le dejó el castigo.
Aquello no fue bastante todavía. La fiebre le creció con tiritera a veces enervante, a veces apacible. Y lloró entonces como para que las lágrimas le enjuagaran la dolencia, o tal vez el suplicio, o algo parecido al estrago que le causaba aquella pesadumbre. Y en cada noche el recuerdo la sorprendía mal dormida en el sueño por causa del trastorno que le daba la fiebre cuando en su cuerpo se amontonaban espasmos y dolores. Eso le bastaba para oír las palabras que ella imaginaba sin siquiera decirlas, o sin saber que las decía cuando le hablaba a Filpa Rigores, su madre difunta, con voces insonoras, como encerradas en la bóveda del pensamiento.
Dime, maita Filpa, ¿por qué no has venido a verme entre estas paredes que lo que hacen es darme sofocones? ¿Es que todo lo que ha de darse en estas tierras es para secarle las lágrimas al prójimo? ¿No puedes pedirle un poco de piedad a mi padre demontre, ni puedes aplacar su enojo y hacer que se sosiegue? ¿Por qué tanta fiereza contra mi desamparo? Eso tienes que decirle tan pronto como puedas ¿O es que acaso no traigo cuentas en tu mundo ni tengo para ti ninguna valedura?... Te pido que me oigas para que no digas que te molesto y canso cuando lo que quiero es recordarte las cosas que no quiero que olvides... Sólo espero que te repongas y levantes tu cuerpo del fondo de esa tierra dura. Te hablo para que dejes un poco ese descanso que nunca se te acaba. Ven cuanto antes sin esas demoranzas tuyas, para que veas a tu marido apestoso de rabia cuando me maldice y ni siquiera esconde lo que tu sabes que tiene de mal hombre. O para que me veas con ganas de salir de este secuestro y acostar mi cuerpo a la vera del tuyo. Allá donde la brisa ventea sobre el monte y le lleva silbos de duendes al silencio... No me preguntes lo que he vivido en este tiempo. Sabes que no es bueno contar lo que el recuerdo trae con quebrantos, si por lo mismo entiendes esta sofocación, este ardor en mis ojos apagados y secos, un poco más nublados que tus ojos dormidos. Todo el tiempo sintiendo la medrana metida en mis espantos porque mi padre siempre se baja del camastro armando broncas y bullangas, con rezongos que asustan a las propias ánimas del purgatorio, gritando que por mi culpa nunca ha levantado la cara sin sentirla sucia de vergüenza. Toda la vergüenza que se achica en la boca de mi padre cuando se le atascan las insolencias en la lengua. Y bota por la boca el alboroto de su pendencia cuando grita que me ha dado el castigo para que me sirva de escarmiento. Búscalo y dile que ya es hora de que deje sus reyertas. Por lo que más quieras. En nombre del amor que no has podido darme por causa de tu ausencia.
Los días le apagaron el fogaje en el cuerpo, le abatieron los párpados, le bebieron el llanto. Tan sequizo su llanto como el que baja por las mejillas de los moribundos. Mustios quedaron sus ojos por tantas visiones en sus sueños magantos. Grande como fue su abismo, estrecha como fue su esperanza, en aquel tiempo tardo que nunca concluía, anclado en el légamo de lo que se había ido. Como los años de aquellos lugares terregosos que se llenaban de celajes cuando se alargaba el resol en la cuaresma. Allá donde el verano atrochaba con bulla de ventarrones. Más lejos de los derrumbaderos de Campeare, algo más allá de las cumbreras de Jaulagua, camino de Catuaro hacia Campoma, más cerca de Cundeamor que de Clamores, entre aquellos farallones colmados de soflama, más cerca todavía del paraje donde la madre, en ruego a todos los santos y poderes, se persignaba con el aura del viento, rezaba sus oraciones sin palabras y elevaba sus preces insonoras hacia los cielos de Rustanza.
Luz oía el vuelo de la brisa en corriente quejumbrosa. Consigo sólo quedaba el murmurio de su voz cansina. Enronquecida como se había quedado a fuerza de clamar sus delirios. Era la voz acompañada por el resuello que languidecía. Sentía entonces que se le terminaban las palabras de tanto conversar con ella misma.
Maita Filpa, ven a buscarme. Asómate siquiera a la pesadilla de quien va dejando de ser la hija de un mal padre. Por lo que más quieras. Ven a sacarme de este cuarto que por hondo parece socavón traído de los desgalgaderos de Rustanza. Eso no más te pido porque sé que es muy poco lo que puedes darme. No te asustes con los arrebujos del viento. A mi me gustan porque espantan los retumbos de mi padre. Aquí te espero para oír lo que debes decirme si alcanzas a decirme cómo poner mi tristeza cerca de la tuya. Si es que logras hallarme en la oscurana. Si es que puedes seguir el trote cansoso de las recuas. No olvides apartar las ortigas del camino. Pero pídele a Dios, o al santo aquel que guardabas en tu santuario de breñas, que empareje tus pasos con mis ganas. Y acuérdate que el camino es disparejo, así como yo he sido de suerte y desventura... Si vieras estos moscos grises rodeándome la cara. Si pudieras espantarlos para que veas estos nublos que empiezan a meterse en mis ojos. Parecen nubes que poco a poco se oscurecen. Y se hacen tan oscuras que pintan en tu cara unos lunares tristes... ¿Sabes, Filpa?, creo que estoy llorando, o más bien remedando tus lloros, porque ahora descubro esta manera mía de sollozar llevando tus palabras en mi llanto, y todavía me acuerdo que palabrando tú misma te secabas las lágrimas cuando no conseguías imploración que cruzarle a las canseras que te daba mi padre Rusco en sus arranques bruscos. Pero mi llanto es ahora calmo, con reposo. De otro modo no oyera esos sollozos tuyos...Vamos, comienza a rezar que ya es tiempo de decir oraciones como antes lo hacías. Empieza por la que habla de nuestro perdón a nuestros deudores. ¿Todavía te acuerdas de la oración aquella de la Alta Corona, o la de la Pureza de la Niebla, o la del Tránsito Eterno, o la del Rosario de los Afligidos? Cualquiera es buena para mi consuelo, si es que puedes consolarme ahora. O de aquella de la Santa Vestidura que bien sirve para que los ojos de mi padre no te vean, para que sus manos no te toquen, para que sus pies no te alcancen. O de esa que comienza y acaba ensartando rezos tristes que tú llamabas del Buen Morir o del Ultimo Ruego. Es la que más me gusta por su letanía de quejas y dolores. Por favor, dímela, que es buena para mis menesteres. Me figuro que los ruegos de los sueños alguna vez llegan al cielo... Estas cuatro paredes que me asfixian cuando más quiero oír tu voz colgada del silencio. Ya es hora de que vengas. Te pido que te apures porque ya es tiempo de terminar mi conversa en este último sueño... Ahora y en la hora...
Afuera el viento soplaba sobre los retamales. Luz Rigores se quedó al fin callada, inmóvil como estuvo, sin fuerzas con que decir una última palabra en la caída, oyendo resonar la plegaria distante de la madre. Sangre que se consume, aliento que se extingue, palabra que se acaba (...Ruega, Señor, por ella...). Un nudo de repente le apretó la garganta. Sintió algo como coágulo salobre debajo de la lengua. Una vez más trató de oír lo que hablaba la madre, sabiendo que Filpa conocía todos los atajos por donde trajinaba la muerte con sus malos remiendos. Bien como sabía Filpa lo que era perder el rumbo cuando no había otro rumbo por donde andar con un costal de abrojos. Y le habló a Luz con palabras hechas para la paz de la agonía. Tres veces beso la tierra con humilde devoción (...Ruega, Señor, por ella...). Le habló también con piedad y providencia. Para que tu alma no se pierda ni muera sin confesión (...Ruega, Señor, por ella...). Pero Luz sólo oyó ecos de lejanía metidos en su sueño. Consumado su sueño en el eclipse de su cuerpo vencido.
La mujer sintió la mano de la madre que le palpaba el vientre. Y los dedos que resbalaban por sus ojos dormidos. Tanto tiempo con los ojos dormidos que había olvidado las estrellas del cielo. Quiso seguir entonces los pasos de la madre, aferrarse a sus rastros, rondar con ella los campos de Rustanza, detenerse con ella en la sombra terminal de aquella travesía. Y corrió en su busca cuando tuvo que abrir los ojos en la noche desierta. Pero siguió dormida. Y sintió que su sueño se le volvía cenizas, o polvo de túmulo deshecho, o niebla esparcida por cortejo del viento. De nuevo quiso emprender la marcha. Pero por última vez la venció el sueño. Y no volvió a despertar porque soñó el recuerdo de una hebra de luz que alumbró sus dos pupilas muertas.